William Morris |
“¿Cómo me hice socialista?”
Me ha pedido el editor que le escriba algún relato de mi
conversión al socialismo, y creo que el hacerlo tal vez sea de utilidad, si mis
lectores me consideran como arquetipo de ciertos grupos; a pesar de todo, no
resulta fácil hacerlo con claridad, brevedad y certeza
Lo intentaré, sin
embargo. Pero antes quiero aclarar lo que entiendo por socialista, pues me han
dicho que esa palabra ya no expresa de forma cierta y definida lo que expresaba
hace diez años. Bien; lo que entiendo por socialismo es un estado de la
sociedad en que no haya ni ricos ni pobres, ni dueños ni esclavos, ni ociosos
ni oprimidos, ni intelectuales de mente enferma ni trabajadores de espíritu
decaído; en una palabra, en la que todos los hombres vivan en igualdad de
condiciones, se ocupen de sus asuntos sin desperdiciar nada, y con la convicción
plena de que dañar a uno significa dañar a todos…. Para mí el socialismo es la
realización de la palabra comunidad.
Ahora
bien, esta visión del socialismo que ahora mantengo y que espero morir
manteniendo, es la misma con la que empecé; no he pasado por ningún otro
periodo, a no ser que así se denomine un breve periodo de radicalismo político,
durante el cual veía mi ideal con bastante claridad, pero no tenía ninguna
esperanza de llevarlo a cabo. Aquello terminó algunos meses antes de entrar en
la que entonces era Federación Democrática, e ingresé en ese grupo porque allí
vi una posibilidad de realizar mi ideal. Si me preguntáis si tenía mucha o poca
esperanza, si pensaba que nosotros, los socialistas, durante nuestra vida y con
nuestro trabajo lo llevaríamos a cabo, o cuando se efectuaría algún cambio en
la sociedad, debo contestar que no lo sé.
Tan
solo puedo decir que no medía mi esperanza, ni la alegría que entonces me
proporcionaba. Por otra parte, cuando tomé aquella decisión no tenía ni idea de
las cuestiones económicas; ni siquiera había abierto los libros de Adam Smith,
ni oído hablar de Ricardo ni de Karl Marx. Aunque parezca raro, había leído
algo de Mill, a saber, las páginas póstumas en que ataca el socialismo de estilo
fourierista. Sus argumentos están planteados en esas páginas de forma clara y
honrada, hasta donde puede, y el resultado, por lo que a mí se refiere, fue que
me convenció de que el socialismo era un cambio necesario y que era posible
efectuarlo en nuestros propios días. Aquellas páginas dieron el toque final a
mi conversión al socialismo. Bien, habiéndome inscrito en una asociación
socialista (porque la Federación pronto se hizo decididamente socialista) puse
cierto empeño en tratar de aprender el aspecto económico del socialismo, e
incluso arremetí con Marx, aunque deba confesar que, si bien disfruté
completamente de la parte histórica de El Capital, sufrí auténticas agonías de
confusión mental al leer la parte puramente económica de ese gran libro. De
todas formas, leí lo que pude y espero que alguna información me haya quedado
de esa lectura; me ha quedado más, creo, de las frecuentes conversaciones con
amigos, como Bax, Hyndman y Scheu, y de la animación de las asambleas que
realizábamos en aquellos tiempos, en las cuales también participé yo. El último
toque a toda la educación socialista que he podido absorber, me lo
proporcionaron con posterioridad algunos amigos anarquistas; de ellos aprendí,
muy a pesar de sus intenciones, que el anarquismo era imposible, del mismo modo
como había aprendido de Mill, pese a su intención, que el socialismo era
necesario.
Pero
al narrar cómo me hice socialista en la práctica, ahora me doy cuenta de que he
empezado por la mitad, ya que desde mi posición de hombre acomodado que no
sufre las desgracias que a cada paso oprimen al trabajador, me parece que nunca
me habría dejado arrastrar hacia el aspecto práctico del asunto, si un ideal no
me hubiera obligado a buscarlo. Puesto que la política por amor a la política
-es decir, considerándola como el medio necesario, aunque engorroso y
desagradable, de lograr un fin- nunca me hubiera atraído. Ni aun cuando hubiese
sido consciente de las injusticias de la sociedad establecida y de la opresión
de los pobres, podría haber creído nunca en la posibilidad de una solución
parcial de esas injusticias. En otras palabras, nunca podría haber sido tan
tonto como para creer en los pobres felices y respetables.
Morris también se dedicó al arte textil |
Si,
según he dicho, un ideal me obligó a buscar un socialismo en la práctica, ¿qué fue
lo que me impulsó a concebir tal ideal? Aquí puedo repetir lo que dije líneas
atrás de que yo era un arquetipo de cierta forma de pensar.
Antes
de la aparición del socialismo moderno, casi todas las personas inteligentes
estaban satisfechas con la civilización de este siglo, o declaraban estarlo.
Repito: casi todos estaban realmente satisfechos y no veían ninguna otra labor
sino la de perfeccionar esa civilización eliminando los vestigios ridículos de
los tiempos bárbaros. Esta era la estructura mental liberal, propia de los
hombres de la próspera clase media moderna, quienes, de hecho, en cuanto al
progreso mecánico se refiere, no tenían nada que pedir, a poco que el
socialismo les hubiera dejado tranquilos para disfrutar de su espléndida forma
de vida.
Pero
junto a los satisfechos había otros que no lo estaban y que sentían una vaga
repulsa contra el triunfo de la civilización, aunque estaban reducidos al
silencio por el poder ilimitado de la sociedad “whig”. Por último, había unos
pocos en abierta rebeldía contra los susodichos “whigs”: unos pocos, digamos
dos, Carlyle y Ruskin. El último, antes de mi etapa de socialismo militante,
fue el maestro que me llevó al ideal antes citado, y mirando hacia atrás, no
puedo dejar de pensar que hace veinte años, sin Ruskin, el mundo hubiera sido
terriblemente aburrido. Por medio de él aprendí a dar forma a mi descontento,
que debo decir no era de ningún modo incorrecto. Aparte del deseo de producir
cosas bellas, la mayor pasión de mi vida ha sido y es el odio a la civilización
moderna. ¿Qué diré sobre ello ahora, sobre mi esperanza de destrucción? ¿Qué
diré sobre su sustitución por el socialismo?
¿Qué
diré sobre su dominio y su desperdicio de la fuerza mecánica, su bienestar
social tan pobre, los enemigos de la comunidad tan ricos, su extraordinaria
organización… de una vida miserable? ¿Y de su desprecio hacia los placeres
sencillos, de que todos podrían disfrutar si no estuvieran locos? ¿Y su
vulgaridad ciega que ha destruido el arte, único solaz auténtico para el
trabajo? Todo esto lo siento ahora igual que lo sentía entonces, pero entonces
no sabía por qué. La esperanza de las épocas pasadas había desaparecido; las
luchas de la humanidad durante tantos siglos no habían producido nada, excepto
esta confusión sórdida, sin sentido, fea; me parecía que el futuro inmediato
iba a intensificar todos los males actuales barriendo las últimas
reminiscencias de los días en que la sordidez sombría de la civilización aún no
se había cernido sobre el mundo.
Era,
ciertamente, un panorama triste, y si puedo hablar de mí como individuo y no
como prototipo, lo era mucho más para un hombre de mi posición, al que tenían
tan sin cuidado la metafísica y la religión, como el análisis científico, pero
con un amor profundo hacia la tierra y hacia la vida sobre ella, y apasionado
también por la historia del pasado de la humanidad. ¡Pensad en ello! ¿Iba todo
a acabar en una oficina sobre un montón de rescoldos, con el despacho estilo
Podsnap a lo lejos, y un comité “whig” festejando con champán a los ricos y
con margarina a los pobres en las proporciones justas para contentar a todos,
aunque el placer de la vista hubiera desaparecido del mundo y el lugar de
Homero lo ocupara Huxley? Sí, creedme, cuando en lo más íntimo me propuse
adivinar el futuro, eso es lo que vi, y, en mi opinión, casi nadie parecería
creer que valiera la pena luchar contra la destrucción de la civilización. De
modo que así estaba yo, predispuesto a concluir mi vida con bastante pesimismo,
si no hubiera vislumbrado la idea de que, entre toda esta civilización inmunda,
la semilla de un gran cambio, lo que otros llaman Revolución Social, empezaba a
germinar. El aspecto global de las cosas cambió para mí con ese descubrimiento
y todo lo que entonces debí hacer para hacerme socialista fue amarrarme a un movimiento
militante, lo cual, como dije antes, he intentado hacer tan bien como he
podido.
En
resumen, el estudio de la historia y el amor al arte me llevaron al odio hacia
la civilización que, si las cosas se detuvieran en este momento, convertiría la
historia en un absurdo inconsecuente y haría del arte una colección de
curiosidades del pasado sin ninguna relación con la vida actual.
Pero
la conciencia de la revolución que palpita en el interior de nuestra odiosa
sociedad moderna impidió que yo, más afortunado que muchos en percepción
artística, me convirtiera en un gruñón contra el progreso, de una parte, y de
otra, que perdiera tiempo y energías en cualquiera de los numerosos esquemas
por medio de los cuales los cuasi-artistas de la clase media esperaban que el
arte se desarrollara, cuando a éste ya no le queda ninguna raíz. De este modo
me hice un socialista militante.
Una
o dos palabras para terminar. Tal vez digan algunos de nuestros amigos: ¿Qué
tenemos que ver con esos asuntos históricos y artísticos? Por medio de la
socialdemocracia queremos alcanzar una forma de vida decente, algún modo digno
de vivir, y lo queremos enseguida. En realidad, todos aquellos que suelen pensar
que el tema del arte y de su cultivo deben ir por delante del tenedor y del
cuchillo (y hay algunos que lo proponen), no entienden lo que el arte significa
ni que sus raíces necesitan de un terreno de vida próspera y tranquila. Sin
embargo, se debe recordar que la civilización ha reducido al obrero a una
existencia desnuda y desgraciada que apenas si sabe expresar el deseo de una
vida mucho mejor que la que ahora, a la fuerza, soporta. Es misión del arte
presentarle el auténtico ideal de una vida plena y razonable, una vida en la
que la percepción y la creación de la belleza, el disfrute del placer auténtico
existente, sea tan necesario al hombre como el pan de cada día, y en la que
ningún hombre ni ningún grupo de hombres sean privados de ello, salvo por su
propia oposición, que deberá ser resistida al máximo.
Texto escrito por William Morris en 1894
Colectivo Acción Directa Chile -Equipo Internacional
Noviembre 4 de 2016
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