“La dictadura en democracia”
“Pensar en el otro”,
“conocerse”, “ayudarse”, “construir lazos de unidad” son algunas de las
expresiones que usaron los participantes del taller “Anhelos” para referirse a un tipo de educación que hoy es más inusual. Un
tipo de educación que no tenía como escenario privilegiado la escuela sino la
casa, la familia. Un hogar. En ese taller se abordaron los tópicos de educación
y memoria, con los que venimos trabajando en las últimas columnas, y que de una
forma u otra suelen vincularse con dictadura y democracia. De a poco, sin
embargo, se va ampliando la mirada y con esas palabras hoy es posible encarar
un amplio espectro de situaciones. Incluso el escenario de las próximas
elecciones presidenciales en Chile podría ser abordado en esos términos porque
también en ellas se revelan los múltiples nexos entre nuestros pasados y
nuestro presente.
Si
estamos más o menos seguros del quiebre que constituye en nuestra historia el
hito del golpe de Estado, resulta mucho más complejo decretar el fin o un
después de la obra de destrucción-construcción que simbólicamente se inaugura
ese día. Junto con personas y cosas, entre personas y cosas, la dictadura logró
alterar la forma de hacer política en este país y, de manera más general, algo
así como el sentido común.
(Paréntesis.
Uno dice “la dictadura”, como si la dictadura tuviera patitas; la dictadura no
tiene patitas, la democracia tampoco, léase entonces: los sectores que
propiciaron la dictadura, la hicieron posible en Chile y perpetuaron su
“obra”).
Se
podría haber visualizado, nombrado y cuestionado esa transformación, pero
quienes gobernaron a partir de 1989-1990 no lo hicieron. Trabajaron a partir de
ahí. Asumiendo como ineluctables ese y otros cambios.
Por
poner un ejemplo. Antes, mucho antes, esto de ser candidato era un resultado.
Una etapa que suponía una serie de etapas previas como puede ser la
constitución de una auténtica fuerza política. Fuerza política: no acuerdo o
alianza electoral. Fuerza política: mucha gente organizada en múltiples
estructuras. Fuerza política, entonces, arraigada en luchas concretas,
cotidianas, capaz de movilizarse en torno a visiones del mundo. Visiones que en
algún momento se plasmaban en un programa de gobierno. En todas esas visiones,
por diferentes que fueran, el otro estaba presente.
No
de la misma manera, sin duda. Pero incluso en los sectores conservadores
siempre estuvo claro que “yo” no sirve. Que “yo” y “los míos” son inoperantes
si no se definen los intereses de un grupo de colaboradores, en este caso una
casta de privilegiados “como yo”, frente a una gran masa de no privilegiados
que pasan a ser “ellos”.
Muy
distinto es el otro al que se referían los participantes del taller “Anhelos”
(jóvenes en los años 60’). En esos relatos, en esas familias, en esas casas, en
esa cultura política, el otro puede ser cualquier otro, pero también el
más carenciado, el más necesitado.
Esa
preocupación no ha desaparecido de la sociedad chilena. Ha desaparecido de
ciertos discursos y de ciertas prácticas. No es hoy el eje de visiones del
mundo susceptibles de generar una fuerza política capaz de elaborar y hacer
cumplir programas de gobierno que trasformen (positivamente) las condiciones de
vida de los más necesitados. Tampoco es el eje de una política que asegure que
el Estado sea garante de los derechos de todos y cada uno, y no el agresor y
transgresor de los mismos.
Hoy
la cosa es más bien el revés. Primero, el candidato. La figurita. El rol. El
papel. El problema no es el guion sino la trama. Precisamente, no hay trama. No
hay profundidad. No hay fuerza política. Hay vestigios. Vestigios de lo que fue
la política en nuestro país. Partidos que fueron gloriosos en sus orígenes y en
el esfuerzo por defender derechos no reconocidos como tales y que hoy se han
vuelto cajas vacías donde se disputa el mísero poder. El poder de los que no
tienen poder y cuyo mandato consiste la mayoría de las veces en ponerse al
servicio de los que deciden qué cosa ha de ser nuestro país.
Por
cierto, esta realidad está en expansión, se observa en muchos países y en más
de un continente. Una de sus características es la de permitir formas híbridas
particularmente nefastas y violentas de gobierno: la dictadura en democracia.
Hay candidatos y hay comicios. Pero no hay elección. No hay opción. Si la
hubiera, si realmente la hubiera, quizás no habría comicios.
Me
gusta pensar que la clave no está ahí. No sólo ahí. Que también hay una forma
de clave (y de esperanza) en manos de quienes sin ser candidatos se ocupan de
construir o reconstruir formas de colaboración entre los seres humanos. Hombres
y mujeres de distintas trayectorias que tuvieron un hogar y una familia donde
estaba mal visto quedarse con todo. Ciudadanos que comparten recuerdos y
anhelos. Ciudadanos aferrados a un viejo sentido común que indica que la casa,
cualquier casa, se hace desde los cimientos y no desde el techo o eligiendo la
pintura para una próxima foto.
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