Carta enviada al Diario y Radio U. de Chile por Pablo Vargas y publicada el 23/1/17
Señor Director:
Es verdad y está en su derecho…
El señor Marco Enríquez está en su derecho de
solicitar reparación económica al Estado cuyos agentes dieron muerte a su
padre.
Miguel Enríquez para la izquierda no es un asunto
menor. Antes que nada se debe reconocer justamente a los que nunca pidieron
algo y que entregaron la vida por hacer avanzar las ruedas de la historia.
Miguel a eso convocaba. Invitaba a una cita con la historia sencillamente para
escribirla en letra clara y generosa. Miles lo escucharon y aprendieron, el
buen Miguel siempre como si de un maestro de escuela pública se tratara,
educaba, decía quiénes eran los enemigos y la razón por las cuales combatirlos.
Chile de esos años sesenta no es el mismo a estos tiempos en ciertos aspectos.
La patria en esos calendarios tenía millones de
analfabetos y la desnutrición infantil causaba estragos. En los campos, ellos,
los latifundistas dejaban que los campesinos compartieran los establos, así
hombre y animal era uno solo a los ojos del patrón. En calles de Santiago
estaban las Matadero Palma y la Ovalle Negrete y en la población La Victoria sus
calles eran de tierra. Lumi Videla era una adolescente y el chico Pérez
trabajaba para tomarse el cielo por asalto y enojado. Martín Elgueta, Tormen y
otros más.
Usaba Miguel un chaquetón azul con las solapas
levantadas y en un auto viejo recorrió Chile juntándose con todos aquellos
dispuestos para hacer del ingreso al MIR, el justo recorrido de la victoria
final. Miguel fue combatido, denigrado, insultado, hijo del imperialismo le
gritaban las camisas amaranto. Acusado de Caballo de Troya por los que no
querían el juicio de la historia y de su derrota anunciada; era más fácil
pegarle a Miguel.
Ningún militante del MIR pidió nada, todo se hacía
a pulso, con recursos propios. Todos sabemos que los obreros siempre han tenido
salarios de hambre, y aun así aportaron y abrazaron todas las palabras que
ordenadamente iba diciendo Miguel. Él no estaba sólo, El Baucha, Edgardo y
Villavela, nuestro estimado y recordado Luciano, el negro Cárcamo hablando
entre los campesinos en San Juan de la Costa. Catalán Febrero educando y
despertando al dormido en Tomé. Nuestros camaradas fusilados y desaparecidos
repartidos por la patria herida.
Qué pedir si había tanto que entregar. El Che
estaba vivo y caminando por la selva, Mandela preso. Todo se trataba de hacer
saltar la miseria, de ganarle al hambre. Los Tupamaros dando golpe tras golpe,
sumando puntos para alcanzar los sueños de tantos sencillos orientales. Los
sandinistas, esos de aquellos tiempos tratando de llegar a Managua para hacer
más verdad lo dicho por el general de los hombres libres, como le dijera
Gabriela a Cesar Sandino.
Y como si del nacimiento del primer hijo se
tratara, está en nuestra memoria el discurso del Caupolicán, y el día que
enterramos a Moisés Huentelaf asesinado por latifundistas y a Arnoldo Ríos
asesinado por la Jota. Esa fue la historia que entre tantos y tantos asuntos
conoció Miguel. Como nunca se hermanaron el trabajo obrero con los libros, y
las banderas de dos colores ya estaban en toda la patria. Del MIR se hablaba en
la calle, en la industria, en las universidades y en el kiosco de diarios,
Chile no podía seguir sosteniendo un modelo excluyente y miserable, como el de
ahora. Todos anticapitalistas y se quemaban banderas norteamericanas, así no
tenía que ser.
Hay veces en que se hace necesario recordar aquello
de que la revolución la deben pagar los banqueros, para eso se asaltaban los
bancos, nadie pedía dinero, ningún mirista mendicante, ninguno pordiosero. A
Miguel se le creía porque estaba el debate y las ideas circulaban por todos
lados. Y el rojo/negro se fortalecía cada vez más en las fábricas, y el MCR en
el campo ayudaba a correr los cercos ancestrales, y el MPR se tomaba terrenos
para hacer nuevas casas, y el MUI y el FER eran la voz fresca en todos los
liceos de Chile.
En esos tiempos nadie miraba su mano para conocer
el destino y los gitanos habían abandonado el pueblo. Era a pulso y entre risas
que se construían los asuntos mayores. Era una forma nueva y diferente de ver
al mundo que levantaba su mano agitándola como si de una novia se tratara,
mientras un tren cansado se acercaba a la estación de algún pueblo pequeño allá
en el sur. El destino también estaba en las manos de Miguel. La cuestión social
era tema recurrente.
Y llegó a la hora a Indumet para defender lo que se
había ganado a pulso. Los perros con su rabia ya habían sido soltados. Se
combatía en la zona sur y en La Moneda, pero fue insuficiente. Nace la
resistencia sentencia Miguel sin esperar saber si se cerraba el Congreso.
Se fue disparando como lo hacen los notables. Se
negó a la negociación. No fue canjeado por espías alemanes. No se asiló. Así
era Miguel. Descansa en una tumba sencilla y a no muchos metros en ese lugar,
hay otros tantos también, que los enterraron con su última cajetilla de
cigarrillos Belmont.
Los que te conocieron y están con sus nombres y
apellidos en una piedra…
Los que se acordaron de ti frente al pelotón de
fusilamiento…
De aquel que se acordó de su madre y de su familia
y de la Ovalle Negrete…
De los que se guardaron todas las palabras y que no
dijeron nada…
De todas esas fotos tan lindas cuando todos tenían
menos de treinta años…
De todos los que pidieron al oficial civil que le
coloque como nombre… Miguel
Para tantos besos dados. Para esa urgente tarea que
la memoria no se pierda…
Para que ningún nombre sea olvidado…
Los miristas han pedido por cada uno de los que no están, sencillamente
justicia. Y los recordamos porque nos dijeron que no se les olvide… nada más,
pero tampoco nada menos.
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