“Las palabras no sirven”
En Radio-Diario
U. de Chile –public. 9/8/17
Habría que poder
publicar nuevamente algunas crónicas de autores que vivieron en otros tiempos,
no tan lejanos. Por ejemplo, “Vietcong”, de Clarice Lispector. Crónica
publicada el 25 de abril de 1970 en el Jornal do Brasil. Ni falta haría cambiar
palabras para marcar su actualidad. No se trata de esa lucha ni de esa guerra.
Se trata, más bien, de un estado del mundo que perdura y de cómo hombres y
mujeres se ubican en ese mundo.
“Uno
de mis hijos me dijo: ¿Por qué a veces escribes sobre asuntos personales?” Así
arranca, Clarice Lispector y refuta: “le respondí que, en primer lugar, nunca
traté realmente acerca de mis asuntos personales”. Antes de precisar, quizás de
conceder: “Ya hablé con un cronista célebre a este respecto, quejándome yo
misma de estar siendo muy personal (…). Él dijo que en la crónica no había
escapatoria”. El hijo escucha y responde: “¿Por qué no escribes sobre el
Vietcong?”.
Sigue
la cita:
“Me
sentí pequeña y humilde, pensé: ¿qué es lo que una mujer débil como yo puede
hablar sobre tantas muertes sin gloria siquiera, guerras que cortan de la vida
a personas en plena juventud, sin hablar de las masacres, ¿en nombre de qué al
final? Una bien sabe por qué, y queda horrorizada. Le respondí que yo dejaba
los comentarios para Antônio Callado. Pero, de repente, me sentí impotente, de
brazos caídos. Pues todo lo que hice sobre el Vietcong fue sentir profundamente
la masacre y quedar perpleja. Y es eso lo que la mayoría de nosotros hace al
respecto: sentir con impotencia rebelión y tristeza. Esa guerra nos humilla”.
Sin
haber profundizado en este aspecto, no creo que Clarice Lispector haya sido
pequeña ni humilde, ni débil, pero la crónica pone el dedo en la llaga. En una
de las tantas llagas que nos aquejan. Esa sospecha que para algunos es
certidumbre: las palabras no sirven. Aunque todas las escuelas del mundo
proclamen lo contrario.
No
se ganan luchas de liberación nacional con palabras. No se detienen guerras con
palabras. No es posible detener golpizas con palabras.
Hoy.
En otro país, en otra ciudad, en otro momento histórico (aunque esta noción
habría que cuestionarla), alguien escribió: “Nos gobierna un grupo de tareas”.
No es posible leer esa frase sin sentir un escalofrío. Algo que pone los pelos
de punta. Porque es cierto. Uno siente que es cierto. La frase es mención
directa a la desaparición, en Argentina, del ciudadano Santiago Maldonado
(visto por última vez, hace una semana, durante la represión de Gendarmería en
la comunidad mapuche Pu Lof de Cushamen, Chubut). Ayer hubo marcha, hoy
conferencia de prensa, el viernes habrá otra marcha convocada, en Buenos Aires,
a las 17.00 h. Nuevamente: dirección Plaza de Mayo.
Con
una variante. Existe un Comité sobre Desaparición Forzada de Personas de las
Naciones Unidas. Existe un protocolo sobre desaparición forzada de personas.
Existe una convención internacional sobre desaparición forzada de personas.
Textos. Leyes. Ratificaciones. Organismos. Profesionales. Expertos. Tesis.
Libros. Una historia larga de denuncia y concientización. En pocos días, se
conmemorará nuevamente el día internacional del detenido-desaparecido. Y sin
embargo, aquí, allá, y más allá, y más allá de más allá, alguien, un ciudadano
incómodo, puede desaparecer. Como si todo lo anterior y todo lo que acá no se
cuenta, toda esa terrible experiencia acumulada, fuera lo mismo que nada.
“¿Por
qué no escribes sobre Maldonado?” Podría preguntar, hoy, un lector que fuera,
de algún extraño modo, un hijo. Su desaparición nos humilla. La impotencia nos
humilla. Como nos humilla el estado de descalabro generalizado que padecemos,
en este querido país, y en otros que también son queridos.
Y
sin embargo la gente escribe. Gente que tiene ese oficio. Y otros que no lo
tienen. Dichos y escritos desfilan. Se siguen. Se tapan unos a otros. Algunos
tendrán la convicción de que la palabra siempre podrá más que un silencio.
Recuerdo,
y muchos recordarán conmigo, con qué pasión algunos profesores de antaño creían
en el poder de las palabras. Con qué cariño, con qué paciencia, iban
recorriendo el aula marcando, corrigiendo alguna falta, alguna imprecisión. Con
la singular creencia de que esa palabra podía hacernos libres. Ciudadanos
libres de elegir el lugar que ocuparíamos en el mundo. Las palabras eran
herramientas. Y cada uno, con ellas, podía llevar a cabo su propia lucha justa.
Qué
difícil se ha vuelto aprender y enseñar hoy en día. ¿Quién se atreve realmente
a hacerlo? Cómo decir –confesar– que una y otra vez nos vemos enfrentados a las
mismas tragedias. Las palabras, entonces, no sirven. Nunca sirvieron. Quizás,
los que mejor supieron expresarse, esos grandes oradores de otros siglos, lo
sabían. Pero-no-había-otra-manera.
Algo
de eso parece decir Clarice. Clarice Lispector. Pero puedo equivocarme y no me
importa equivocarme. No es para servir que las palabras fluyen. Las palabras
fluyen. Laten. Sienten profundamente la masacre. Lo mismo que los ojos se abren
y se cierran. Y ven. Y lloran. O se mantienen secos y fijos. Sin propósito. Sin
programa. Perplejos.
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