“¿Víctimas, familiares o
ciudadanos?
LAS LUCHAS POR LA LEGITIMIDAD DE LA PALABRA”
En los
discursos sociales sobre la última dictadura argentina, las narrativas
personales del sufrimiento tienen una carga de legitimidad enorme. El desafío
histórico, plantea Elizabeth Jelin, es la ampliación del compromiso con el
pasado que incluya a la ciudadanía en su conjunto. Un fragmento de “La lucha
por el pasado” (Siglo XXI) en el que la autora pone la lupa sobre la
construcción de la memoria social
La experiencia
argentina puede ser tomada como un caso extremo del poder del “afectado
directo” y de las narrativas personales del sufrimiento en las disputas acerca de cuáles son las voces que “pueden
hablar” del pasado dictatorial. En el período posdictatorial, la “verdad” se
identificó poco a poco con la posición de “afectado directo”, primero en la voz
de los parientes directos de las víctimas de la represión estatal (la figura
emblemática son las Madres, complementadas posteriormente por la voz de
H.I.J.O.S. y Herman@s). La voz de sobrevivientes de centros clandestinos de
detención y de militantes y activistas de la época no estuvo presente con la
misma fuerza en el espacio público sino hasta mucho después, y llegó a ocupar
el centro de la escena pública casi treinta años después del golpe militar de
1976.
La presencia pública de la voz de familiares
primero, sobrevivientes después, implicó un poder considerable en la definición
de la agenda de reclamos alrededor del pasado dictatorial en el país. La
noción de “verdad” y la legitimidad de la palabra (o, si queremos ser más
extremos, la “propiedad” del tema) llegaron a encarnar en la experiencia
personal y los vínculos familiares, en especial los genéticos. Dentro del
campo político progresista que se identifica con la denuncia y la condena al
terrorismo de Estado, la presencia simbólica y el consiguiente poder político
de estas voces en la esfera pública es muy fuerte y posee una carga de
legitimidad enorme. La eficacia del familismo y del maternalismo primero, y
más recientemente la identificación con la militancia setentista, implican la
relegación o exclusión de otras voces sociales –las ancladas en la ciudadanía
o en una perspectiva más universal referida a la condición humana, por ejemplo
en la discusión pública de los sentidos del pasado y las políticas a seguir en
relación con él. El desafío histórico y político que se les presenta a los
actores democráticos es transformar estas tendencias excluyentes, para extender
el debate político y la participación a la ciudadanía en su conjunto.
La familia
y el familismo en las políticas de la memoria
La
idea de familia y los lazos familiares ocupan en la Argentina un lugar muy
particular a partir de la dictadura y el terrorismo de Estado. Los militares
que tomaron el poder en 1976 usaron (y abusaron de) la referencia a la familia.
Primero, el gobierno definió a la sociedad como un organismo constituido por
células (familias). De esta forma, estableció un vínculo directo entre la
estructura social y su raíz biológica, naturalizando los roles y valores
familísticos. Existía sólo una forma, la forma “natural”, en que la sociedad
argentina podía organizarse. A su vez, en la medida en que la metáfora de la
familia se aplicaba a la nación como un todo, el padre Estado adquiría derechos
inalienables sobre la moral y el destino físico de los ciudadanos. La imagen
de la nación como “gran familia argentina” implicaba, de manera tácita, que
sólo los “buenos chicos” eran verdaderamente argentinos.
En
este discurso, la autoridad paterna era fundamental. Se esperaba que los hijos
e hijas acataran las obligaciones morales de obediencia no había lugar para
ciudadanos y ciudadanas con derechos, para seres humanos con autonomía
personal. En un mundo como ese, “natural” antes que social o cultural, el peligro
del mal o la enfermedad venía “de afuera”: algún cuerpo extraño que invade y
contagia. Y para restablecer el equilibrio natural era imprescindible una
intervención quirúrgica que permitiera extraer y destruir los tejidos sociales
infectados. El régimen militar, de esta forma, se transformaba en el padre
protector que se haría cargo de la ardua responsabilidad de limpiar y proteger
a su familia, ayudado por otros padres “menores”, que se ocuparían de controlar
y disciplinar a los adolescentes rebeldes. Las publicidades estatales en la
televisión preguntaban: “¿Sabe usted dónde está su hijo ahora?”, urgiendo a los
padres a reproducir ad infinítum el trabajo de seguimiento, control e
inteligencia que llevaban a cabo los militares. (…)
¿Por
qué las denuncias y demandas del movimiento de derechos humanos debían
formularse en términos de parentesco? En el contexto político de la dictadura,
la represión y la censura, las organizaciones políticas y los sindicatos
estaban suspendidos. El uso que el discurso dictatorial hizo de la familia como
unidad natural de la organización social tuvo su reflejo en parte del
movimiento de derechos humanos: la denuncia y protesta de los familiares era,
de hecho, la única que podía ser expresada. Después de todo, eran madres en
busca de sus hijos…
La
dictadura atribuía a los padres la responsabilidad final de prevenir o impedir
que sus hijos se convirtieran en “subversivos”. Cuando los padres o madres se
acercaban a alguna repartición gubernamental para preguntar por el destino de
sus hijos, la respuesta era una acusación: ellos no sabían lo que estaban
haciendo sus hijos porque no habían ejercido debidamente su autoridad paterna;
si los y las jóvenes se transformaban en “subversivos”, se debía a deficiencias
en la crianza familiar. De esta forma, la paradoja del régimen argentino de
1976-1983 (con similitudes en los otros regímenes militares del Cono Sur en
la época) era que el lenguaje y la imagen de la familia constituían la metáfora
central del gobierno militar; también la imagen central del discurso y las
prácticas del movimiento de derechos humanos. La imagen paradigmática es la
madre, simbolizada por las Madres de la Plaza de Mayo con sus pañuelos-pañales
en la cabeza; la madre que deja su esfera privada “natural” de vida familiar
para invadir la esfera pública en busca de su hijo secuestrado-desaparecido.
Los
Familiares, las Madres y las Abuelas a partir de los años setenta, H.I.J.O.S
(acrónimo de Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y
el Silencio) veinte años después y Herman@s de Desaparecidos por la Verdad y la
Justicia, ya en el siglo XXI, son las organizaciones que mantienen activas sus
demandas de justicia, verdad y memoria. Lo más significativo es que estas
agrupaciones entran en la esfera pública en el sentido literal (y biológico) de
las relaciones de parentesco, antes que como metáforas o imágenes simbólicas de
los lazos familiares.
A
pesar de sus orientaciones contrapuestas y en conflicto, tanto en el gobierno
militar como en el movimiento de derechos humanos se hablaba en la clave
familiar de los lazos naturales y cercanos. Para unos, la familia era el
control y la autoridad enmascarados como escudo de protección contra las
amenazas y el mal. Para otros, el lazo familiar personalizado y privado
justificaba y motivaba la acción pública con un doble propósito: por un lado,
revertir la imagen de “mala familia” que los militares querían transmitir en
relación con las familias de las víctimas, que presentaban a sus parientes
víctimas como niños y niñas ejemplares, buenos estudiantes y miembros de
familias armoniosas; en suma, como ideales o “normales”. Por otro lado, la
pérdida familiar impulsaba la expansión de los lazos y sentimientos privados
hacia la esfera pública y rompía de modo decisivo la frontera entre vida
privada y ámbito público.
Esta
aparición pública de los lazos familiares en la vida política es significativa,
más allá de sus objetivos y su presencia. Implica una reconceptualización de
la relación entre vida pública y privada. En la imagen que el movimiento de
derechos humanos comunicó a la sociedad, el lazo de la familia con la víctima
era la justificación básica que legitimaba la acción. Para el sistema judicial,
en realidad, era el único. Sólo las víctimas sobrevivientes y los parientes
directos eran considerados “afectados” en sus demandas de reparación
–personalizadas e individualizadas–. Sin embargo, este familismo público y
político plantea desafíos y conlleva peligros en cuanto a su impacto cultural
y político. Las Madres pueden haber generalizado su maternidad, con el eslogan
de que todos los desaparecidos son hijos de todas las Madres. Al mismo tiempo,
y como efecto de esta interpretación de la noción de familia, se crea una
distancia –imposible de superar–en las movilizaciones públicas: entre quienes
llevan la “verdad” del sufrimiento personal y privado y quienes se movilizan
políticamente por la misma causa, pero presumiblemente por otros motivos que no
son vistos como igualmente transparentes o legítimos. Es como si en la esfera
pública del debate, la participación no fuera igualitaria, sino estratificada
de acuerdo con la exposición pública del lazo familiar; razones ideológicas,
políticas o éticas no parecen tener el mismo poder justificatorio a la hora de
actuar en la esfera pública, excepto “acompañando” las demandas de los
“afectados directos”.
De víctimas a sujetos de derecho.
Verdad y justicia en la transición
El
énfasis en el familismo transmite solamente una parte de la historia. El final
de la dictadura y la instauración de un régimen constitucional en diciembre de
1983 implicaron la búsqueda de respuestas institucionales a las violaciones de
los derechos humanos perpetradas por el régimen dictatorial. La manera en que
el nuevo gobierno ajustaría cuentas con el pasado fue un componente central del
establecimiento del estado de derecho. Los pasos siguientes apuntaron a
transformar el escenario: del protagonismo central del sufrimiento de víctimas
y familiares a otro escenario donde se reconocían los crímenes cometidos por el
Estado y se buscaban procesos de condena y castigo a los victimarios. En ese
proceso, las víctimas despojadas de sus derechos y de su condición humana
se constituirían en ciudadanos y ciudadanas reconocidos y legitimados.
(…)
La confrontación entre las demandas del movimiento de derechos humanos y el
nuevo gobierno fue intensa. El movimiento buscaba alguna forma legítima de
castigo que pudiera servir al mismo tiempo como reafirmación de los valores
éticos básicos de la democracia. En lugar de una comisión parlamentaria, el
gobierno decidió que la investigación estuviera a cargo de una comisión
independiente de “notables”: la Conadep.
(…) La Conadep fue la manera de indagar y dar a conocer lo sucedido, de
saber y reconocer la verdad. Una vez logrado esto, vendría el tiempo de la
justicia. El juicio mostraría si el estado de derecho podía imponerse por
encima de la fuerza. Como ya se dijo, el despliegue del procedimiento jurídico,
con todas las formalidades y los rituales, puso al Poder Judicial en el centro
de la escena institucional: las víctimas se transformaron en “testigos”, los
represores se tornaron “acusados”, y los actores políticos debieron
transformarse en “observadores” de la acción de los jueces, que a su vez se
presentaban como una autoridad “neutral” que definía la situación según reglas
legítimas preestablecidas.
Con
el juicio, el péndulo se movía desde las narrativas personales concretas,
históricamente situadas, hacia las demandas universales ligadas a los derechos
humanos. Como señaló un testigo (víctima de desaparición y de prolongado
encarcelamiento), “el juicio eliminó esos testimonios fantasmas en la sociedad,
puso a las víctimas como seres humanos, las igualó con el resto de los seres
humanos” (Norberto Liwski, entrevista Cedes, 1/10/1990). El momento
histórico del juicio implicaba el triunfo del estado de derecho, la
transformación de la víctima en sujeto de derecho como corporización del nuevo
régimen democrático. Los derechos ciudadanos igualitarios se reafirmaban. Al
mismo tiempo, sin embargo, el sufrimiento y la necesidad de saldar cuentas no
se abolían en ese acto, y la especificidad del nivel personal y familiar
resurgiría de varias maneras, incluso quizá con más potencia.
En
el registro de testimonios de la Conadep, y con mayor dramatismo en las
audiencias del juicio, ocurría algo importante. La desaparición, la tortura y
la detención clandestina implican la suspensión del lazo social y político. La
relación entre víctima y victimario es una relación directa; no hay marco
normativo social o político que la rija. La noción de víctima no refiere
específicamente al grado de daño o sufrimiento vivido, sino a la condición
radical de haber sido despojada de la voz y de los medios para probar lo
ocurrido (Lyotard, 1988). La voz de la víctima no pertenece al mundo real
reconocido; en tanto no hay medios para verificar nada de lo ocurrido en el
contexto del terror arbitrario y el poder total, es como si nunca hubiera
sucedido. De esta manera, las víctimas son empujadas al silencio o, cuando
hablan, no se les cree. En contraste, la posición de sujeto de derecho implica
que los adversarios en conflicto tienen acceso a una autoridad, a un tribunal
que puede juzgar la verdad de lo que se alega según procedimientos y reglas que
permiten presentar pruebas. El recurso a la ley implica un cambio radical en la
posición de los oponentes, en tanto ambos son ahora reconocidos como partes del
conflicto.
Los
hechos de la represión política, que para muchos, de ambos lados, habían sido
interpretados hasta entonces de acuerdo con un paradigma de “guerra” (que
incluía a menudo el adjetivo “sucia”), eran ahora juzgados según el paradigma
de las “violaciones a los derechos humanos”. Sin embargo, esta creciente
conciencia sobre el estado de derecho y su corporización jurídica en el
paradigma de los derechos humanos conlleva una paradoja: creer en un sujeto de
derecho individual equivale a creer en un sujeto abstracto. La ley reinstala la
condición humana de la víctima, pero, para hacerlo, abstrae su condición
concreta, histórica y políticamente situada. De esta manera, el “estado de
derecho” tiene el efecto de inhibir o borrar las perspectivas políticas y
morales. En este sentido, una consecuencia de la instalación del paradigma
jurídico, a partir del juicio a los ex comandantes, fue el enmascaramiento y el
silenciamiento de identidades políticas sustantivas y de las confrontaciones
ideológicas y políticas involucradas.
El
resultado del juicio y la sentencia (en diciembre de 1985) excedió la condena a
los ex comandantes. Antes que “saldar las cuentas con el pasado” de manera
prácticamente definitiva, como esperaba el presidente Alfonsín, el veredicto
abrió la puerta a más procesamientos y juicios.
La
historia no termina aquí, sin embargo. Cuando el Estado abandonó el escenario
de la construcción institucional, las iniciativas ligadas al pasado retornaron
al espacio de los actores sociales, en especial las víctimas y sus familiares.
Las Madres de Plaza de Mayo no interrumpieron sus acciones. Tampoco las
Abuelas, ocupadas con los secuestros de niños y niñas y las adopciones
ilegales. El movimiento de derechos humanos continuó con sus denuncias y
demandas de justicia, aunque en los años siguientes presentó altibajos en su
perfil público y su capacidad de movilización social.
La
búsqueda de las abuelas, las pruebas de ADN y las identidades recuperadas
Los
militares secuestraron e hicieron desaparecer a miles de personas. En muchos
casos, niños y niñas fueron capturados con sus madres y padres. A veces, los
niños secuestrados fueron devueltos a sus familiares –por lo general, sus
abuelos–, pero no siempre. Los secuestros de mujeres jóvenes embarazadas
llevaron a una doble búsqueda a los familiares: tuvieron que buscar a los
jóvenes desaparecidos y, al mismo tiempo, a sus hijos. Las Abuelas de Plaza de
Mayo comenzaron a organizarse y a elaborar su estrategia cuando, a fines de
1977, muchas mujeres se dieron cuenta (en alguna de las tantas e interminables
visitas a sedes policiales, oficinas de gobierno, iglesias y embajadas) de que
su caso no era único; que, además de buscar a sus hijos, debían intentar
recuperar a sus nietos y nietas secuestrados o nacidos en cautiverio; esta
última, una posibilidad alimentada por los rumores circulantes, que indicaban
que los secuestradores mantenían con vida a las mujeres embarazadas en los
centros clandestinos de detención hasta que daban a luz, para luego separarlas
de sus bebés y hacerlas desaparecer. Lo que siguió fue darse cuenta de que esos
niños y niñas funcionaban como “botines
de guerra”: eran apropiados y “adoptados” ilegalmente por los secuestradores
mismos o entregados a otros, en su mayoría personas ligadas al aparato
represivo.
Cuando
quedó claro que no todos los niños y niñas secuestrados habían sido asesinados,
y que a muchos les habían cambiado la identidad, las Abuelas se movieron en dos direcciones:
buscaron rastros y huellas para averiguar dónde podían estar los niños y buscaron
apoyo internacional para prepararse para la hipotética situación de
recuperación de su identidad. La comunidad científica internacional avanzó en
las técnicas de estudios genéticos (…) Después de la transición al gobierno
constitucional de 1983, se comenzó a trabajar para implementar un Banco
Nacional de Datos Genéticos (creado finalmente en 1987) donde los familiares de
niños secuestrados o nacidos en cautiverio pudieran depositar material genético
para eventuales pruebas futuras. A su vez, en 1992 se estableció la Comisión
Nacional por el Derecho a la Identidad (Conadi).
Después de treinta y cinco años, los niños y niñas
secuestrados y nacidos en cautiverio ya son jóvenes adultos. Las campañas de Abuelas se dirigen entonces a
esos jóvenes; son campañas publicitarias, entre ellas, una con el siguiente
mensaje: “Si tenés dudas acerca de tu identidad, contactate con Abuelas”. La
restitución de la identidad es una intervención legal, psicológica, científica
y social compleja. El sistema judicial es la instancia formal final que debe
resolver los conflictos. (…) A menudo, los deseos y demandas de estos diversos
actores el Estado que constata el crimen de secuestro y apropiación, el hijo y
su derecho a la identidad pero también a la protección de su intimidad, los
familiares y su derecho a la verdad, la sociedad que exige la verdad histórica
no sólo no coinciden, sino que pueden chocar y entorpecerse. La resolución
legal está en manos del Poder Judicial. Las otras corren por los carriles de la
política, la subjetividad de los involucrados, los grupos sociales y las
expresiones culturales. El impacto social y cultural de la restitución de la
identidad es significativo, aunque difícil de calibrar. Existe un claro apoyo y
admiración social por la labor de las Abuelas y por avanzar en el
esclarecimiento y la restitución de la identidad de chicos secuestrados y
nacidos en cautiverio. El banco genético y las pruebas de ADN son, sin dudas,
herramientas fundamentales para esta tarea y refuerzan la creencia en que la
prueba definitiva de la verdad descansa en la prueba de ADN, en la genética, en
la biología y en la sangre (Penchaszadeh, 2012).
No
obstante, el tema plantea una paradoja, con consecuencias sociales difíciles de
prever. El recurso básico de la prueba genética se desarrolla en un momento histórico en que la genética
adquiere un fuerte protagonismo en temas familiares. Sin embargo, el parentesco
y la familia son, en esencia, lazos sociales y culturales. ¿Cómo podrán las
sociedades y los sistemas legales conciliar o confrontar las tensiones entre
estas dos claves normativas? Sin duda, la sociedad argentina o mejor dicho, la
sociedad mundial necesita dar una respuesta normativa a varios temas de manera
simultánea: los dilemas éticos que conlleva la aplicación de técnicas
reproductivas, las normas que rigen la adopción y el derecho de los hijos a
conocer su filiación (introducido en la Convención sobre los Derechos del
Niño), y los avances médicos que enfatizan las predisposiciones genéticas. Dado el significado cultural y político de la
recuperación de la identidad robada que la Argentina ha afrontado durante las
últimas décadas y el sentido de “verdad” de las pruebas genéticas, nuestro país
puede llegar a ser un caso testigo crucial para explorar la transformación de
las interpretaciones sociales del vínculo entre biología y cultura en relación
con la familia.
Sobrevivientes
en la conmemoración pública
Las
luchas por los sentidos del pasado se actualizan en los rituales y las
conmemoraciones. ¿Quiénes protagonizan estos eventos? ¿Cuáles voces se
expresan? ¿Con qué mensaje o interpretación? Cada 24 de marzo se conmemora la
fecha del golpe militar de 1976. Es una fecha importante, que evoca
significados diferentes para diversos actores sociales y políticos. En ese
contexto, la del 24 de marzo de 2004 fue una conmemoración muy especial. Para
nuestro argumento, cuentan dos elementos centrales: el protagonismo de los y
las sobrevivientes, con fuerte presencia y legitimidad mediática, y el papel
central ocupado por el entonces presidente Néstor Kirchner, no tanto en su rol
de primer mandatario, lo cual hubiera sido toda una novedad dada la cuasi
ausencia de la voz presidencial en conmemoraciones anteriores, sino en su
identidad de militante y compañero de las luchas sociales de los años setenta.
Veamos algunos hitos de esa conmemoración.
El
flamante presidente Kirchner y el entonces jefe de gobierno de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires, Aníbal Ibarra, iban a firmar un acuerdo relacionado
con la ESMA, por el cual ese sitio infame, donde estuvieron detenidas
clandestinamente unas 5000 personas –en su inmensa mayoría, desaparecidas–, se
convertiría en un lugar de memoria. Durante los días anteriores, los y las
sobrevivientes ocuparon el centro de la atención: sus voces eran escuchadas
permanentemente en radio y en televisión, los diarios publicaban entrevistas y
testimonios, y se los podía ver guiando a figuras públicas (incluso al
presidente y a Cristina Fernández, por entonces senadora) a través de los
pasillos y escaleras de su calvario, detrás de las monumentales rejas, columnas
y jardines de la ESMA, ubicada en uno de los barrios más elegantes de Buenos
Aires.
Aunque
las voces de sobrevivientes habían sido escuchadas antes fueron testigos fundamentales durante el
juicio a los ex comandantes de las
Juntas Militares, en 1985, y sus
testimonios aparecen en libros y entrevistas múltiples, su posición en la
escena pública no había sido fácil hasta entonces. El hecho de que hubieran
podido sobrevivir al horror generaba en muchos un halo de sospecha. A menudo,
rondaba la pregunta acerca del porqué. Desde los primeros testimonios ofrecidos
por sobrevivientes (hacia fines de los años setenta, por lo general en el
exilio en Europa), se sabía que las autoridades navales de la ESMA habían
organizado una “élite” de personas detenidas (que incluía a profesionales,
periodistas y líderes del grupo guerrillero Montoneros), conocida como el
“staff” y el “ministaff”, a la que asignaban tareas especiales según sus
habilidades políticas: redactar informes, traducir textos de idiomas
extranjeros, preparar archivos de recortes de publicaciones. Un mecanismo
cultural perverso atrapó entonces a parte de la sociedad argentina: la sospecha
de que había alguna racionalidad en la detención, la desaparición y la
supervivencia. El “por algo será”, que el sentido común aplicaba para intentar
comprender las detenciones arbitrarias y clandestinas, fue deslizándose hacia
la sobrevivencia: debe haber alguna razón que explique por qué sobrevivieron
los que sobrevivieron. Esta sensación de sospecha y desconfianza tiñó la
recepción de las voces de sobrevivientes.
Sin
duda, había un claro reconocimiento del sufrimiento vivido por los
sobrevivientes y la aceptación como “verdad” de las descripciones de las
condiciones de los campos de detención. Al mismo tiempo, se sospechaba de las
condiciones “privilegiadas” en los centros de detención, pero esta sospecha
apuntaba más a los silencios (¿colaboración?, ¿delación?, ¿traición?) que a lo
que contaban esas voces. Sin embargo, como muestra Calveiro (1998), imaginar
que los detenidos tenían alguna posibilidad de participar en la decisión de su
destino es una ilusión: el poder estaba en manos de los perpetradores, y nada
de lo que hicieran o dijeran las víctimas podía afectar su suerte. (…)
El
24 de marzo de 2004 fue emblemático en este contexto. Los y las sobrevivientes
de la ESMA ocuparon el centro de la escena. Recorrían y exploraban el lugar,
marcando los itinerarios de la detención, los lugares de tortura y
confinamiento, tocaban paredes, registraban movimientos corporales, sonidos y
olores (cabe recordar que, en la mayoría de los casos, no habían visto nada
durante su detención, ya que estaban encapuchados). Sus testimonios y relatos
fueron el telón de fondo, un marco extraordinario para la ceremonia pública de
conmemoración. El evento se desarrolló en varias etapas, con diferentes
protagonistas: las organizaciones de derechos humanos, especialmente Madres,
Familiares e H.I.J.O.S.; el presidente Kirchner y el jefe de gobierno Ibarra
firmando los papeles formales para la creación del sitio; la apertura de los
portones y la entrada de miles de personas a los edificios, siguiendo las rutas
de la represión y la tortura; por último, un escenario donde se pronunciaron
discursos y se realizaron actos de conmemoración. Fijemos la atención en esta
última etapa.
Los
oradores fueron el jefe de gobierno de la ciudad, dos jóvenes nacidos en la
ESMA (una que representaba a la organización H.I.J.O.S.; el otro, un joven hijo
de desaparecidos apropiado por represores que había recuperado su identidad
poco antes del acto) y el presidente Kirchner. También se leyó un poema de una
detenida-desaparecida, escrito durante su detención, y participaron varios
cantantes populares.
Cada
uno de los gestos y palabras de los oradores hacía referencia al lugar donde se
desarrollaba el acto: la ESMA. Todos
los protagonistas remarcaron algún tipo de vínculo particular y personal
con el lugar: el poema elegido pertenecía a una compañera de militancia
política de Néstor Kirchner que había pasado por la ESMA; Aníbal Ibarra hizo
referencia a un compañero de estudios que desapareció en la ESMA; los jóvenes
se refirieron a la experiencia personal de haber nacido en ese lugar. Algunas
partes del discurso presidencial merecen ser mencionadas. El discurso comienza:
“Queridas Abuelas, Madres, H.I.J.O.S.:
cuando recién veía las manos, cuando cantaban el himno, veía los brazos de mis
compañeros, de la generación que creyó y que sigue creyendo en los que
quedamos, que este país se puede cambiar”.
Los
destinatarios se reiteran: “Abuelas, Madres, hijos de detenidos, desaparecidos,
compañeros y compañeras que no están, pero sé que están en cada mano que se
levanta aquí y en tantos lugares de la Argentina”. (…)
Llama
la atención que en ningún momento se haya dirigido al conjunto de la sociedad,
a la ciudadanía en general, más allá del grupo de víctimas, familiares y
compañeros. Además, las referencias a su rol de presidente fueron relativamente
escasas y marcadas de manera explícita. (…)
¿Qué
significa todo esto? ¿Por qué prestar especial atención a este acontecimiento y
este discurso? Desde mi punto de vista, su importancia radica en el énfasis en
las relaciones particulares y la pertenencia a un grupo específico, en este
caso, los militantes y activistas políticos de los años setenta que se
identificaban con la izquierda peronista, aunque los oradores no mencionaron en
ningún momento la palabra “montoneros”. No olvidemos que hubo muchas otras
víctimas de la represión política del régimen militar –la izquierda
revolucionaria, cuya aniquilación fue perpetrada por el ejército–y que hubo
represión en todo el país y no solamente en la ESMA. Sin embargo, la ceremonia
estuvo dominada por este lenguaje particularístico, lo cual expresa una vez más
la centralidad del familismo y del testimonio personal.
Una vez
más, víctimas y familiares. ¿Y la ciudadanía?
¿Podía
haber sido diferente? ¿Existe en la Argentina espacio para un enfoque más
universalizador de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura?
¿Es posible pensar una perspectiva que contribuya a la construcción de
ciudadanía basada en un principio de igualdad? ¿Es la legitimidad de la voz
personal testimonial un obstáculo para ese proceso? Teóricamente no tiene por
qué serlo. Pero la visibilidad y la legitimidad de las voces ancladas en la
pérdida familiar primero, y en la vivencia física de la represión y la
participación en la militancia política de los años setenta después, parecen
delinear un escenario político que define las nociones de “afectado” y
“ciudadano” como antagónicas, así como da preeminencia a la primera.
¿De
dónde sale el familismo? ¿Qué implica en términos políticos? Como conjunto de
valores y creencias, sus raíces pueden rastrearse en la historia cultural y
política del país. En la Argentina y en otros países latinoamericanos, la
Iglesia católica ha sido un actor cultural poderoso desde la época colonial. Su
punto de vista central concibe a la familia “natural” como “célula básica” de
la sociedad, y ancla su discurso en una fuerte tradición cultural del
“marianismo” (la primacía cultural de la maternidad, encarnada en la figura de
la Virgen María). Este conjunto de creencias ha guiado las políticas y los
programas del Estado argentino respecto de la vida familiar y también de la
relación entre familia y esfera pública. Por otro lado, durante la última parte
del siglo XIX y la primera mitad del XX, los inmigrantes europeos trajeron la
expectativa de progreso y movilidad ascendente no en la forma de una idea individualista
del selfmademan, sino más bien en términos familiares intergeneracionales.
Los inmigrantes no eran individuos
aislados en busca de progreso: eran parte de una amplia red familiar y comunitaria
regida por vínculos de solidaridad, reciprocidad y responsabilidad mutua. El
mismo patrón persistió en las corrientes migratorias posteriores originadas en
países latinoamericanos. En suma, la ética de la vida familiar tiene fuertes
antecedentes históricos. En términos más
amplios, el familismo implica una base personalizada y particularista para las
solidaridades interpersonales y políticas. ¿Cómo se constituyen estas redes de
solidaridad? ¿A quiénes se ofrece solidaridad? ¿Qué tipos de relaciones
conlleva? No se trata de una relación abstracta y anónima; debe existir un lazo
personal que ata a ambos a través de vínculos jerárquicos y redes familiares
patriarcales o, al extender el familismo más allá de los vínculos de sangre
hacia la vida pública y política, vínculos verticales de patronazgo personalizado
(patrón que se tornó políticamente importante para el liderazgo carismático del
peronismo).
En
este contexto, la construcción de una cultura de ciudadanía universal no ha
sido fácil ni totalmente exitosa. El contraste entre las ideas relacionadas con
la democracia y la justicia “formales”, por un lado, y la justicia “social”
basada en la distribución de beneficios por el otro ha sido un rasgo permanente
de la culturapolítica del país (Jelin y otros, 1996). Podría afirmarse que en
la Argentina no se llegó a instaurar una cultura basada en los principios
institucionales impersonales de la ley y los derechos. Lo que se había logrado
establecer en este sentido –en el campo de los derechos ligados al trabajo, por
ejemplo– fue destruido durante el período dictatorial, que implicó la
erradicación de los derechos de ciudadanía y el ejercicio absoluto y arbitrario
del poder por parte de los victimarios. Las víctimas no eran parte de la
comunidad humana; eran seres extraños para ser destruidos. Al quebrarse los
vínculos de la comunidad política, los únicos vínculos sobrevivientes fueron
los primordiales del parentesco.
El
proceso de transición y el restablecimiento de la autoridad estatal legítima,
especialmente en el escenario creado por el Juicio a las Juntas Militares en
1985, restituyeron la subjetividad cívica y política de las víctimas. En algún
sentido, fueron un acontecimiento performático de reinstalación de la
ciudadanía y el estado de derecho. Fue, si se quiere, un momento fundacional,
que tendría consecuencias y desarrollos posteriores para la relación entre
ciudadanía y ley (Jelin y otros, 1996). Sin embargo, los procesos históricos
pocas veces son lineales. El juicio a los miembros de las Juntas Militares fue
seguido por una retracción y una reversión en la acción estatal destinada a
saldar cuentas con el pasado violento. Dada la activación social referida al
pasado, y la magnitud y capacidad organizativa de la comunidad de “afectados
directos”, el espacio público fue ocupado una vez más por sus voces. Más
recientemente, cuando el Estado podría haber recuperado el protagonismo, el
clima político y cultural era tal que las voces que se escuchaban (incluso la
del presidente) estaban encuadradas en la lógica de la familia y de los
sobrevivientes, y no en una interpretación amplia de la comunidad política del
país.
No
se trata de dudar del dolor de las víctimas, ni de su derecho (y el de la
sociedad en su conjunto) a recuperar la información sobre lo ocurrido durante
el régimen represivo. Tampoco queda duda sobre el rol de liderazgo que las
víctimas directas y sus familiares han tenido (en la Argentina y en otros
lugares) en la denuncia de la represión, ni de su lugar central en las demandas
de verdad y justicia. La cuestión que planteo es otra, y en realidad es una
cuestión doble. Por un lado, ¿quiénes constituyen ese “nosotros” con
legitimidad para recordar? ¿Un “nosotros” que marca la frontera entre quienes
pertenecen a la comunidad del hablante y los “otros”, que escuchan u observan,
pero que están claramente excluidos? ¿O un nosotros incluyente, que invita al
interlocutor a ser parte de la misma comunidad? Voy a sugerir que hay dos
formas de memoria, que corresponden a estas dos nociones de “nosotros” o de
comunidad: una inclusiva, la otra excluyente. Las tensiones entre ambas, y los
malentendidos y ambigüedades que conllevan, están siempre presentes y pueden
tornarse cultural y políticamente significativas en ciertas coyunturas
críticas. En consecuencia, la cuestión acerca del clima cultural en la
Argentina contemporánea es si el “nosotros” que puede recordar el pasado reciente
está reservado a quienes “vivieron” los acontecimientos, o si puede ampliarse
para poner en funcionamiento mecanismos de incorporación legítima de otros y
otras.
Cabe
aquí otra pregunta: ¿hasta qué punto pueden la memoria y la justicia en relación
con el pasado ampliar el horizonte de experiencias y expectativas? ¿O está
restringido a los eventos específicos a recordar? En un texto sobre las
prácticas de memoria en Alemania, Koonz (1994) pide que el legado de los campos
de concentración y exterminio sirva “como alerta contra todas las formas del
terror político y del odio racial”. Sin negar la singularidad de la
experiencia, el desafío consiste en transformarla en demandas más
generalizadas. A partir de la analogía y la generalización, el recuerdo se
convierte en ejemplo que conlleva la posibilidad de aprender algo de él, y el
pasado se vuelve guía para la acción en el presente y el futuro (Todorov,
1998). Esto implica, por un lado, sobreponerse al dolor causado por el recuerdo
y marginalizarlo para que no invada todos los espacios de la vida; por el otro
–y aquí salimos del ámbito personal y privado para pasar a la esfera pública–,
aprender de él, sacar lecciones para que el pasado se convierta en principio
guía de acción para el presente y el futuro. En este aspecto, la mayor
responsabilidad recae en los estados democráticos. Y en este punto, la memoria
entra a jugar en otro contexto, el de la justicia y las instituciones, porque
cuando se introduce la posibilidad de la generalización y la universalización,
la memoria y la justicia convergen y se oponen al olvido intencional
(Yerushalmi, 1989).
La
cuestión de la autoridad de la memoria y la verdad puede llegar a tener una
dimensión aún más inquietante. Existe el peligro (especular en relación con el
biologismo racista) de anclar la legitimidad de quienes expresan la verdad en
una visión esencializadora de la biología y del cuerpo. El sufrimiento personal
(sobre todo cuando se lo vivió en carne propia o a partir de vínculos de
parentesco sanguíneo/genético) puede llegar a convertirse, para muchos, en el
determinante básico de la legitimidad y la verdad. Reiterando lo dicho en el
capítulo 3: si la legitimidad social para expresar la memoria es socialmente
asignada a quienes tuvieron una experiencia personal de sufrimiento físico,
esta autoridad simbólica puede fácilmente deslizarse (consciente o
inconscientemente) a un reclamo monopólico del sentido y el contenido de la
memoria y la verdad. El “nosotros” reconocido es, entonces, excluyente e
intransferible. Llevado al extremo, este poder puede obstruir los mecanismos de
ampliación del compromiso social con la memoria, al no dejar lugar para la
reinterpretación y la resignificación –en sus propios términos– del sentido de
las experiencias transmitidas. El desafío histórico, entonces, reside en el
proceso de construcción de un compromiso cívico con el pasado que sea más
democrático y más inclusivo.
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Colectivo
Acción Directa Chile -Equipo Internacional
Agosto 21 de 2017
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