Por Jordi Borja*
En SinPermiso
Septiembre
18 de 2015
Las ciudades
nacieron para refugiarse. Para defenderse de los arrebatos de la naturaleza, de
los animales y de los “otros” humanos, de la furia de los dioses. Sus
habitantes se agruparon y aprendieron a convivir, construyeron sociedad con sus
contradicciones y conflictos y dieron lugar a poderes humanos. Las gentes de la
ciudad se hicieron autónomas de los dioses y de la naturaleza. Los dioses,
Biblia incluida, maldijeron a las ciudades y sus habitantes crearon mitos a
partir de esta maldición, como la Torre de Babel o el diluvio universal. La
Iglesia católica y diversas corrientes protestantes han abominado durante
siglos contra las ciudades, donde la religiosidad se pierde, las normas
represivas se atenúan y la peligrosa libertad del individuo se
expansiona.
El mito
de la ciudad como ámbito de libertad
Nuestras
ciudades, en Europa y en América nacieron y se desarrollaron como lugares de
refugio pero también de exclusión, de libertad pero también de coacción, de una
vida mejor pero también de miseria y explotación. “¿La ciudad nos hace libres?”
No, no para todos, no con la misma intensidad. No hay libertad sin igualdad. En
teoría en la ciudad somos libres e iguales pero lo son jurídicamente los que
tienen el status de ciudadano (casi siempre vinculado a la nacionalidad) con
plenos derechos. Pero incluso éstos, que son “libres e iguales”, tienen
el derecho a dormir en la calle o bajo un puente, aunque solo los pobres
ejercen este derecho y los ricos no como escribió Anatole France. Pero los sin
techo no tienen el derecho de ocupar una vivienda o un edificio vacío o
abandonado. El derecho a la propiedad se impone sobre los otros derechos. Los
poderes políticos y judiciales vinculados a los sectores sociales dominantes
son celosos guardianes de la exclusión como una de las bases del “orden
establecido”. Y por lo tanto procuran limitar y controlar a los que no acceden
o han perdido los derechos que les proporciona la dignidad humana, ser libres e
iguales. Los que llegan de fuera son siempre potencialmente peligrosos.
El
resultado de estas contradicciones ha dado lugar que en las ciudades lleguen migrantes,
primero de las regiones próximas y luego de otros países. Se incorporan al
mercado de trabajo formal e informal, poseen documentos que les dan alguna
protección pero no la que es propia de ciudadanos y otros no disponen ni
papeles ni derechos. Se generan zonas de alegalidad, en algunos barrios, en las
relaciones sociales y de trabajo, en su cultura. En los últimas décadas del
siglo XX hasta ahora las migraciones se han globalizado y llegan a los países
más desarrollados de Europa un flujo continuado de todo el mundo.
Llegan a las
ciudades como ejército de reserva de trabajo, viven precariamente, son objeto
de comportamientos xenófobos y racistas, tardan años en ser reconocidos pero
nunca del todo, ni socialmente ni jurídicamente.
A
pesar de todas estas limitaciones las ciudades han sido espacios de
acogida, de recepción de poblaciones migrantes. Hoy, en este verano
de 2015, Europa recibe centenares de miles de personas procedentes de
Oriente Medio y África. Un flujo impresionante que sorprende a gobiernos
y a las poblaciones instaladas, se sienten sumergidos por esta marea.
Pero esta situación no es muy diferente de otras que se han
sucedido Europa desde finales de la primera guerra mundial. Casi un millón de
españoles al terminar la guerra civil. Centenares de miles, judíos y otros que
huyeron de los progroms y del avance del nazismo. Los millones de desplazados
por la segunda guerra. Las tres décadas gloriosas, hasta finales de los
70, de los países europeos occidentales fueron también receptores de un
flujo permanente de millones de trabajadores procedentes de los países
mediterráneos y asiáticos y africanos coloniales o postcoloniales. Y luego, en
el actual entorno económico globalizado y el cambio del modelo industrial al de
los servicios, ha servido para utilizar una masa trabajadora procedente de
grandes regiones del mundo más pobre, más peligroso o más desigual, para
convertir el proletariado en precariado.
¿Cuál es
la conclusión de esta experiencia migratoria?
Los
países receptores han sido mucho más beneficiados que perjudicados por las
inmigraciones que se han dado a lo largo del siglo XX y en la actualidad. Los
centenares de miles que llegan ahora a la Europa continental desde el
otro lado del Mediterráneo son en su mayoría relativamente jóvenes,
profesionales o trabajadores cualificados, gente con valor e iniciativa. Es la
población que necesita le envejecida Europa. Ésta posee el capital, la
tecnología y el acceso a los mercados. Solo les hace falta una población
activa, que permitirá desarrollar la actividad industrial y los servicios y
ampliará el mercado de consumo. Pero para ello no valen dejarles entrar y
tratarlos luego durante años como carne de cañón, sin derechos y mal pagados,
en barracones y en campamentos. No es así que serán productivos y consumidores.
Su gesta de supervivientes, sus travesías por mar siempre a punto de naufragar,
sus centenares de kilómetros a pie con sus hijos y todos sus escasos bienes,
les ha sido reconocida por los ciudadanos europeos. Si los gobernantes no
tuvieran argumentos de compasión y de justicia por lo menos deben
tener en cuenta el interés a medio plazo de su país y del
continente. Y algo deben tener de mala conciencia. No olvidemos que los
gobiernos europeos han sido provocadores o cómplices de estas tragedias. Han
armado las múltiples facciones políticas, militares o religiosas en función de
sus intereses estratégicas y económicas, en Oriente Medio (apoyándose además
con las monarquías esclavistas), en Afganistán y Pakistán, en Libia y en el
África subsahariana. Algún día habrá que juzgar también a estos gobernantes,
europeos y norteamericanos.
¿Cuál
será el status de los refugiados una vez llegados a Europa?
¿Refugiados?
Lo son al llegar, como lo son los inmigrantes. Pero los inmigrantes cuando
viven y trabajan en Europa no son inmigrantes aunque así se les denomina. Son
residentes y les corresponde ser considerados ciudadanos. ¿Apátridas? Lo son
cuando han debido abandonar su patria, pero al llegar para vivir en Europa
deben equiparse a los ciudadanos europeos. Como tales con los mismos derechos y
deberes que los nacionales del país en el que se instalen. Los refugiados no
pueden ser discriminados, solo así se integraran y serán más útiles al país que
les ha acogido. Ahora llegan a las ciudades-refugio. Pero no deben ser
indefinidamente refugiados en la ciudad. Cuánto antes accedan a la ciudadanía
europea, cuando sean reconocidos formalmente, serán más aceptados
socialmente y ellos estarán más dispuestos a ejercer de ciudadanos.
*Jordi Borja es miembro del consejo
editorial de SinPermiso
Equipo Internacional –CAD CHILE
Septiembre 23 de 2015
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