“Elogiar al uno por ciento: ¿tan buena es la desigualdad para la economía?”
Parafraseando
a Mark Twain, todo el mundo se queja de la desigualdad, pero nadie hace nada
por remediarla
Por
Michael Hudson
En SinPermiso
–public. 24/9/16
Lo que hace la gente
es utilizar el término «desigualdad» como punto de partida para proferir sus
propias opiniones sobre cómo edificar una sociedad más próspera y al mismo
tiempo más igualitaria. El cariz de dichas opiniones dependerá en gran medida
de si ven al uno por ciento como un agente innovador, ingenioso y creativo, que
crea riqueza e impulsa con ello al resto de la sociedad, o si, tal y como han
descrito los grandes economistas clásicos, el estrato más rico de la población
está más bien constituido por rentistas, que obtienen sus ingresos y
riquezas del 99 por ciento en calidad de propietarios ociosos,
monopolistas y banqueros rapaces.
Las
estadísticas económicas muestran con imparcialidad las tendencias de la
desigualdad en el mundo. Tras alcanzar su punto álgido en 1920, las reformas de
la Gran Depresión contribuyeron a que la distribución de la renta fuera más
equitativa y estable hasta 1980.[1]
Entonces, a la luz del thatcherismo en Inglaterra y de la reaganomía en los
Estados Unidos, la desigualdad empezó a dispararse. Y se disparó aún más por
efecto del sector financiero (especialmente cuando los tipos de interés se
retrajeron del pico del 20 por ciento en 1980, propiciando con ello el mayor
auge de la historia del mercado de bonos). Los bienes inmuebles y la industria
fueron a la sazón objeto de una financiarización, es decir, de un
apalancamiento de la deuda.
La
desigualdad aumentó de forma constante hasta el colapso financiero global de
2008. Desde entonces, puesto que se rescató a los banqueros y a los titulares
de bonos en vez de a la economía, el uno por ciento con mayores ingresos ha
tomado sobradamente la delantera al porcentaje restante. Entretanto, el 25 por
ciento con ingresos más bajos ha sido testigo de un grave deterioro de su
patrimonio neto y de sus ingresos relativos.
Huelga
decir que los más ricos poseen sus propios agentes de relaciones públicas, a su
vez respaldados por la tradicional falange de necios útiles del mundo
académico. Tanto es así que desde hace ya un siglo la disciplina predominante
en ciencias económicas se ha convertido en un ensalzamiento de la clase rica rentista,
y puesto que la desigualdad se está expandiendo excepcionalmente en la
actualidad, los que elogian al uno por ciento se han encontrado con una
necesidad acuciante de adquirir sus servicios.
Un
caso ilustrativo es el del economista escocés Angus Deaton, autor de The Great Escape: Health, Wealth, and the Origins of Inequality [La
gran evasión: salud, riqueza y los orígenes de la desigualdad]. (2013). Deaton
fue elegido presidente de la AEA en 2010 y galardonado con el Premio Nobel de
Economía en 2015 por sus análisis de las tendencias de consumo, distribución de
las rentas, pobreza y bienestar, los cuales había presentado de modo que no
causaran ofensa entre los ricos e incluso trataran el statu quo crecientemente
desigual como algo perfectamente natural e instalado en su propia clase de
equilibrio matemático. (Este tipo de razonamiento matemático circular es el
principal criterio de la buena economía hoy en día.)
En
su libro trata el filme La gran evasión como una metáfora. Así, trae a
colación burlonamente que a nadie se le habría ocurrido titular la película
«Los prisioneros que quedaron atrás». Al describir a los fugitivos como
brillantes innovadores, asume que el uno por ciento más rico debe haber sido,
de igual modo, lo suficientemente ingenioso e imaginativo para romper las
cadenas del pensamiento convencional con el fin único de innovar. Los
fundadores de Apple, Microsoft y otras empresas informáticas son objeto de
alabanza porque enriquecen las vidas de los demás. Por añadidura, la economía
en su conjunto ha experimentado un crecimiento más o menos constante, sobre
todo en el ámbito de la sanidad pública, lo que ha permitido prolongar la
esperanza de vida de las personas, derrotar enfermedades y propiciar una mayor
innovación farmacéutica.
Hace
poco compartí escenario con el Sr. Deaton en Berlín, acompañado también de mi
amigo David Graeber. Los tres estamos a la espera de que la fabulosa editorial
Klett-Cotta, la cual había organizado aquel evento en el Festival de Literatura
de Berlín a mediados de septiembre, publique este otoño nuestros libros en su
traducción al alemán.
De
algún modo, encuentro que la analogía de Deaton con la película La gran
evasión es muy acertada. Es cierto que los ricos han escapado. Sin
embargo, lo realmente importante es de qué han escapado. Han escapado de
la regulación y del régimen fiscal (gracias a los enclaves bancarios inscritos
en paraísos fiscales y a una reformulación de las leyes fiscales para
transferir la carga fiscal al trabajo y a la industria). Pero, sobre todo, los gansters
de Wall Street han escapado del enjuiciamiento penal. ¡Qué necesidad hay de
zafarse de la cárcel si puedes antes evitar que te atrapen y te enjuicien!
Un
elevado número de libros recientemente publicados —de lo que se ha hecho eco la
página editorial del Wall Street Journal— defiende la hipótesis de que
el uno por ciento más rico es más inteligente que la mayoría. Al menos, lo
suficientemente inteligente para ingresar en las principales escuelas de
negocios y obtener su Máster en Administración de Empresas (MBA, por sus siglas
en inglés), con objeto de financiarizar empresas mediante el método zaitech
u otras formas de apalancamiento de deuda, y cosechar así (de hecho, «ganar»)
enormes bonificaciones.
Lo
cierto es que no hay que ser muy inteligente para acumular tanto dinero. Todo
lo que hace falta es ser codicioso. Y eso no lo enseñan en las escuelas de
negocios. Efectivamente, cuando estuve trabajando como analista de balanza de
pagos del Chase Mahattan, me dijeron que los mejores operadores de divisas
provenían de los barrios bajos de Brooklyn o Hong Kong. Al parecer estos
dedican la vida entera a ganar dinero, con la única meta de ascender a la
proverbial clase de los Babbitt de nuestra era: nuevos ricos carentes de
una verdadera curiosidad cultural o intelectual.
Sin
lugar a dudas, los banqueros que se aventuran a «extender el sobre» (eufemismo
con el que los defraudadores se refieren a infringir la ley, tal y como hizo
Citigroup en 1999 cuando se fusionó con la aseguradora Traveler antes de que la
administración Clinton rechazara la ley Glass-Steagall) necesitan abogados
inteligentes. Donald Trump explicó la clave que había aprendido del abogado de
la mafia Roy Cohn: no importa tanto la ley, sino qué juez esté de tu lado. Más
aún, los tribunales estadounidenses han sido privatizados mediante la elección
de jueces cuyos contribuyentes de campaña respaldaban a los desreguladores y a
los que prefieren no enjuiciar. De este modo los ricos pueden librarse de las
leyes.
Pese
a que a ningún cinéfilo le gustaría ver a los héroes de La gran evasión detenidos
y escoltados de vuelta a su campo de concentración, una gran mayoría desearía
que los ladrones de Wall Street de Citigroup, Bank of America y otros
defraudadores de hipotecas basura fueran a la cárcel, junto con Angelo
Mozilo de Countrywide Financial. Poco amor muestran por cabilderos políticos
como Alan Greenspan, el fiscal general Eric Holder o Lanny Breuer y sus hombres
a sueldo, quienes abiertamente se negaron a perseguir el fraude fiscal.
Deaton
sí cita en su libro a los «rentistas» o especuladores, pero en el sentido de
Buchannan, su predecesor en el Premio Nobel, ubicando la especulación en el
gobierno y no en los bienes inmuebles, los monopolios como las farmacéuticas o
la informática, la sanidad, las empresas de televisión por cable y las altas
finanzas. Por lo tanto, toda la culpa de la pobreza recae bien sobre el
gobierno, bien sobre los deudores, arrendatarios, desempleados y los que no son
de buena cuna, principales víctimas de la actual economía especulativa.
La
gran evasión
de Deaton prevé algunos problemas, pero no en el seno del sistema económico, no
en la deuda ni en el monopolio, no en la crisis de hipotecas basura o en el
fraude fiscal. Él señala el calentamiento global como principal problema, pero
no el poder político de la industria petrolera. Destaca la educación como modo
de que el 99 por ciento prospere, pero no dice nada del conflicto de los
préstamos estudiantiles, la farsa de las universidades con fines de lucro que
financian una educación basura con préstamos bancarios garantizados por el
Estado.
Deaton
mide la gran mejora del bienestar por el PIB (producto interior bruto). Lloyd
Blankfein de Goldman Sachs describió señaladamente a los gestores y socios de
su banco de inversiones como los sujetos más productivos de los Estados Unidos
por estar ganando 20 millones de dólares anuales (bonificaciones no incluidas),
todo lo cual registraba como contribución de la «producción» del sector
financiero al PIB. No existe ningún concepto en virtud del cual esto sea lo que
los economistas denominan una actividad suma cero, es decir, que los salarios
de Goldman Sachs podrían ser poco productivos, parasitarios, predadores y
suponer pérdidas o gastos generales para el resto de la economía.
Tales
pensamientos no se derivan de las opiniones sonrientes fomentadas por el uno
por ciento. El himno de alabanza de Deaton a las élites presupone que todo el
mundo gana lo que recibe, con lo que desempeña un papel productivo y no
extractivo.
Una
negación aún más flagrante de la especulación y la búsqueda de rentas la
encontramos en el nuevo libro de uno de los fundadores de Bain Capital (la
empresa de Mitt Romney), Edward Conard, The Upside of Inequality («El
lado bueno de la desigualdad»), el cual arremete contra los «demagogos» y
«propagandistas» que reivindican que las ganancias del uno por ciento son de
sobra inmerecidas, no salariales. Curiosamente, no incluye a Adam Smith, David
Ricardo o John Stuart Mill en su lista de «propagandistas». Hasta ahora las
ciencias económicas clásicas del libre mercado trataban precisamente de eso:
liberar las economías de los desmerecidos ingresos por alquiler y los
crecientes precios del suelo de los que los arrendatarios se benefician
«mientras duermen», según explicaba John Stuart Mill. Este libro
propagandístico, por consiguiente, tergiversa el programa al que instaban los
principales fundadores de las ciencias económicas: arrendamiento de la
propiedad pública o recaudación por el suelo, arrendamiento de los recursos
naturales y explotación pública de los monopolios naturales, todo ello liderado
por el sector financiero.
Para
Conard, el motivo de la desorbitada riqueza del uno por ciento no es la
especulación financiera, inmobiliaria o monopolística, sino las maravillas de
la economía de la información; es la «destrucción creativa» de la tecnología
menos productiva, acuñada por Josef Schumpeter, fruto del duro trabajo de los
innovadores más entregados, cuya creatividad eleva el nivel de vida de todo el
mundo. Por tanto, la riqueza del uno por ciento es una medida de la marcha
hacia adelante de la sociedad, no unos gastos generales rapaces extraídos de la
economía en su conjunto.
La
conclusión de la política de Conard es que la regulación y el régimen fiscal
ralentizan esta marcha de las economías hacia la prosperidad guiada por el uno
por ciento. El Wall Street Journal, en una reseña laudatoria del libro,
resumió su mensaje del siguiente modo: Conard asegura que «la redistribución
–ya sea a través de los impuestos, las restricciones regulatorias o las normas
sociales— parece tener efectos tremendamente perjudiciales para la asunción de
riesgos, la innovación, la productividad y el crecimiento a largo plazo,
especialmente en una economía en la que la innovación derivada de la asunción
de riesgos emprendedora por parte de los talentos mejor formados es cada vez
más el motor del crecimiento».[2]
¡Su solución es bajar los impuestos a los ricos!
Mi
amigo Dave Kelley constata el mensaje normativo que se repite ad nauseum
últimamente: la afirmación de que «iniciativas progresistas como la tributación
acaban por dañar la economía en vez de contribuir a mejorarla. Esta teoría de
“yo te alimentaría, pero entonces acabarías siendo dependiente de la comida”
resulta capital para mostrar cómo sociedades de consumo como la nuestra están
volviendo a las distribuciones feudales de la riqueza». Esta parece ser la
propuesta política de los tres principales candidatos a la presidencia de los
EE. UU., en este mundo moderno unido y posciudadano, en el que las elecciones
se llevan a cabo de un modo muy parecido a como se hacía en los consulados de
los últimos días de la República romana.
Notas
[1] Anthony B. Atkinson, autor de Inequality:
What Can Be Done? acuñó el término “Giro de la desigualdad” para
describir el momento en que la desigualdad económica empezó a expandirse en
1980. Fue mentor de Thomas Piketty, y juntos colaboraron con Saez
para crear una base de datos histórica sobre las rentas más altas.
[2] Richard Epstein, “The Necessity of the
Rich,” Wall Street Journal, 15 de septiembre, 2016. La única
crítica del reseñador liberal resulta desternillante: «El Sr. Conard pasa por
alto un elevado número de posibles reformas. De hecho, nunca discute el
menoscabo de la legislación sobre patentes (un verdadero inhibidor de la
innovación) o la ímproba cultura del cumplimiento que ha surgido a raíz de la Dodd-Frank
y la ObamaCare, o cómo la ordenación territorial, la estabilización del
alquiler y las leyes de acceso a una vivienda asequible están ahogando el
mercado inmobiliario. Al ignorar la creciente amenaza que la regulación supone
para la economía, su argumento sobre el beneficio de la desigualdad es mucho
más débil de lo que debería».
Colectivo Acción Directa Chile
-Equipo Internacional
Octubre 3 de 2016
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