“Recordar a Allende en
Venezuela”
En ColumnaMX –actualiz. 12/6/17
En 1970, luego de
dieciocho años de una intensa movilización política y social, por igual en los
sectores medios que en los estratos más pauperizados, Salvador Allende fue
electo presidente de Chile, y con él al frente, la Unidad Popular construyó la
principal fuerza progresista latinoamericana en un contexto en el que, por
un lado, las bendiciones del New Deal —y sus correcciones
neokeynesianas— comenzaban a verse rebasadas por sus propias limitaciones para
asegurar la circulación y concentración de capital; y por el otro, la vocación
genocida del complejo industrial-militar estadounidense (con Kissinger
liderándolo desde el Departamento de Estado) se afirmaba como la fuerza motriz
de un nuevo modelo económico que sólo con posterioridad, treinta años después,
el imaginario colectivo latinoamericano conocería como el Consenso de
Washington.
Heredero
de una larga pero permanentemente interrumpida tradición de reivindicaciones
sociales en el continente americano, el gobierno de la Unidad Popular sobre el
cual se asentó la gestión de Allende se caracterizó, de entre muchas otras
cuestiones, por la fuerte base social que respaldó tanto los tres procesos
electorales a los cuales se presentó como candidato cuanto la instrumentación
de los programas sociales y políticas públicas que desplegó para hacer frente a
la embestida de sus opositores.
En este sentido, más que por lo trágico del homicidio de Allende, la tragedia de su presidencia se encuentra en el hecho de haber pasado a la historia sin mayores consecuencias que ser objeto de una profunda adoración poética dentro del archivo de lamentaciones por la intervención imperialista estadounidense en la región.
En este sentido, más que por lo trágico del homicidio de Allende, la tragedia de su presidencia se encuentra en el hecho de haber pasado a la historia sin mayores consecuencias que ser objeto de una profunda adoración poética dentro del archivo de lamentaciones por la intervención imperialista estadounidense en la región.
En
efecto, el gobierno de Allende, más que el de Fidel Castro en Cuba, quizá, es
trascendental para la historia y la construcción de la memoria identitaria de
América por haber sido el objeto sobre el cual mejor se vislumbró el
avasallamiento con el que Estados Unidos coloniza al continente desde que lo
declaró propiedad exclusiva del americano blanco, anglosajón y protestante. Y
es que para el imperialismo estadounidense, la vía chilena al socialismo,
lejos de representar una variante (a la manera latinoamericana de hacer las
cosas) de la agenda social formulada en la Alianza para el Progreso,
implicó un desafío frontal —aunque parcial— al su proyecto de civilización
impuesto en América.
La
reacción de ambas partes en su relación dialéctica es conocida por la historia:
a las nacionalizaciones implementadas por la presidencia de Allende, Estados
Unidos respondió, a través de los sectores conservadores chilenos
(congresistas, clero, hacendados, industriales, etc.), mediante la promoción de
reformas legales y constitucionales que bloquearan todo intento futuro de estatización;
a la oposición de Allende a adoptar las doctrinarias políticas económicas
impulsadas por el Congreso, el imperialismo reaccionó mediante la promoción
de la destitución parlamentaria de su cargo; a la socialización de las
ganancias impulsada por el gobierno de la Unidad Popular, el gobierno
estadounidense respondió con la especulación de los capitales en los mercados
bursátiles; a las Juntas de Abastecimiento y control de Precios, Nixon
respondió por medio del bloqueo comercial; y los propietarios chilenos a través
del acaparamiento de la producción nacional y la reproducción artificial de la
escasez; al fortalecimiento de la organización política comunitaria, se
replicó mediante el financiamiento de asociaciones civiles en pro de la
democracia, movilizaciones de sectores conservadores y la introducción de
agentes represores encargados de producir a los muertos con los cuales se
acusaría a Allende de genocida. Y así sucesivamente.
Allende
resistió tanto la embestida de Estados Unidos y de los propios sectores
propietarios de los medios de producción chilenos justo porque la base social
de la Unidad Popular era lo suficientemente amplia y cohesionada como para
organizarse en unidades de autogestión, pero sobre todo, porque la conciencia que
en sus miembros prevalecía de estar construyendo una sociedad más justa e
igualitaria tenía la potencia necesaria para observar cuánto de aquello que
ocurría en el país era consecuencia perversa de un proyecto orquestado desde
intereses particulares, y por supuesto, la potencia para hacerle frente con la
organización colectiva. Sólo el estrangulamiento comercial y el bombardeo al
Palacio de la Moneda, el 11 de septiembre de 1973, terminaron con esa inercia.
Ahora
bien, regresando al significado de lo trágico y de la tragedia que la
presidencia de Salvador Allende tiene para la historia y la memoria identitaria
de América, lo que el actual giro a la derecha muestra es que el
Chile del 70 al 73, y la poética adoración con la que se le recuerda en la
literatura de la región, es sólo eso: el rendir culto a un presidente al que
únicamente se considera un demócrata, un progresista, por el velo de mártir con
el que su muerte recubrió su historia. Es decir, el final del ciclo de la
izquierda progresista latinoamericana, lejos de presentarse como el reflejo
tardío de lo que ya ocurrió en América —replicado hasta el cansancio en los
cuarenta años de imperio del Cóndor en el cono Sur— revela a una izquierda
hipócrita y a una derecha más sectaria, aunque políticamente más correcta
también, en donde la primera no aprendió las lecciones del Golpe en Chile, y la
segunda corrigió sus errores operativos y de comunicación organizacional.
Nicolás
Maduro no es Allende, eso es cierto: la distancia que separa a uno y otro es
insalvable. Sin embargo, Venezuela es, hoy, la réplica del Chile de Allende: un
país cuya sociedad se encuentra bajo el avasallamiento de una guerra económica que recuerda mucho
a la que el chileno sufrió. Venezuela, al igual que Chile, es un territorio
enormemente codiciado por el capital internacional debido a sus enormes
reservas de recursos naturales: petróleo en aquél, cobre en éste. Y, en ese
sentido, mientras el petróleo siga siendo el motor que acciona y mantiene en
movimiento la ilusión del progreso que alimenta la profundización del
capitalismo, su futuro, su mera existencia como país y sociedad soberana, se
encuentra anclado a la capacidad con la que cuente para hacer frente al
colonialismo del capital, en general; y al imperialismo de Estados Unidos, en
particular.
Maduro,
a diferencia de Allende, no llegó a su posición por los mismos medios: la
investidura de Maduro, en gran medida, debe su legitimidad a la designación que
hizo de él Hugo Chávez. No obstante, esa diferencia entre uno y otro
mandatario se agota ahí, pues si bien los medios a los cuales recurrieron ambos
son divergentes, los dos coinciden en la base social que los respalda: la
Unidad Popular, en Chile; la Revolución Bolivariana, en Venezuela. Tejido
social que, por lo demás, fue y es el sustento de la revolución en ambos casos.
En
la Venezuela del siglo XXI, al igual que en el Chile del siglo XX, la
revolución es una construcción pacífica, no recurre a las armas para
legitimarse o mantener su vigencia. Venezuela, igual que Chile, no ha dejado de
ser un Estado rentista, dependiente en extremo de la extracción y
comercialización de su materia prima más preciada: el petróleo. Y con
Venezuela, igual que con Chile, la presente coyuntura se presenta en un periodo
en el que el precio de las materias primas a nivel global se encuentra en
franco decremento. Este simple hecho, en ambos casos, siempre se tradujo en
una mejora sustancial de las condiciones de vida de los habitantes, y acosta de
impulsar ese extractivismo es que se subsidia la posibilidad de construir un
mejor futuro.
Pero
Venezuela, igual que Chile, se encuentra bajo ataque: Maduro, en Venezuela,
igual que Allende, en Chile, introdujo una política de control de precios para
contener la inflación que el acaparamiento comercial y la reproducción
artificial de la escasez producía desde la muerte de Chávez; a Maduro, como a
Allende, el empresariado nacional y estadounidense respondieron de la misma
manera: acaparando los productos de más básica necesidad. Maduro, como
Allende, respondió a la situación mediante Comité Locales de Abastecimiento y
Producción, pero ante ello el cerco se ha profundizado —atizado por una
campaña mediática que gusta de mostrar aparadores sin papel sanitario cómo la
consecuencia más perversa del socialismo del siglo XXI.
En
Venezuela, como en Chile, la oposición se articuló en torno de una Mesa de
Unidad Democrática; y en Venezuela, como en Chile, esa oposición se financió a
través de la USAID y los programas de cooperación y ayuda humanitaria del
Departamento de Estado. En Venezuela, como en Chile, la oposición llegó a
controlar la mayoría del parlamento, y con ello, controlar la promoción de
reformas legales y constitucionales que congelen la acción ejecutiva de la
presidencia. En Venezuela, como en Chile, la oposición se movilizó ante la
articulación comunitaria de la revolución, en Venezuela, como en Chile, agentes
de inteligencia se encargaron de producir a los muertos sobre cuyos cadáveres
se nombraría a maduro genocida, dictador y asesino.
No
sorprende, por lo anterior, que ambas experiencias históricas se asemejen,
también, en la posición con la cual se ha condenado, internacionalmente, al
régimen de puño duro de Maduro, olvidándose que a Allende se le atacó
igual —aunque quizá con menor intensidad mediática. La izquierda
contemporánea observa en Allende a uno de sus íconos revolucionarios, pero lo
observa sólo para no haber aprendido de las lecciones que dejó el Golpe de
Estado chileno. La olvida, en estricto sentido, para volver a omitir esa
recomendación que Castro dio a Allende: que el imperialismo hará uso de toda la
potencia bélica, de toda la violencia de la que disponga para desarticular la
revolución.
Hoy,
con Venezuela, como antaño se hizo con Chile, se condena al socialismo, al
comunismo, al populismo, al autoritarismo, a la incapacidad de un gobierno de
ofrecer papel sanitario a sus habitantes. Pero más que eso, hoy, con
Venezuela, como ayer, con Chile, se vuelve a sacralizar la intervención
estadounidense sobre el país, con el argumento siempre efectivo de defensa de
la democracia, del capitalismo y del individualismo —aunque siempre
comprendidos, todos, en clave de la American way of…
América,
si no quiere revivir la historia del Palacio de la Moneda, debe ser consciente
de que del recuerdo de Allende se debe regresar al siglo XXI con algo más que
una profunda adoración poética. Se debe, más bien —y como lo señaló Castro a
Allende—: regresar más revolucionario de lo que se era; se debe regresar más
radical de lo que se era; se debe regresa más extremista de lo que se era.
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