“Sobre la distopía del euro”
A
propósito del libro de William Mitchell «La distopía del euro. Pensamiento
gregario y negación de la realidad»
Por Ramon Boixadera*
En Mientras Tanto –public. 30/6/16
Según la Teoría
Monetaria Moderna (TMM), todo Estado soberano puede financiar sus déficits
recurriendo a la emisión monetaria de su banco central, saldando cualquier
cuenta pendiente con la impresión de billetes o una anotación bancaria. Si bien
tal afirmación tiene algo de tautológico (históricamente, la definición de los
poderes tributarios, monetarios y fiscales ha sido fuente de no pocos
conflictos sobre la propia constitución de la soberanía estatal), resulta una
aproximación válida para la mayoría de las economías contemporáneas.
Entonces,
¿por qué algunos estados, como los de la zona euro, se autoimponen
restricciones en el nivel de sus déficits o se exponen a la disciplina de los
mercados financieros para financiar su gasto?
Para
Bill Mitchell, autor de La distopía del
euro (Lola Books, 2016), las razones de la renuncia a la soberanía
monetaria deben buscarse en la compleja interacción del pensamiento gregario,
la ideología conservadora y el miedo a Alemania. En su interpretación de la
historia económica europea, los estados miembros más débiles optaron por
avanzar hacia el euro, incluso sin disponer de una política fiscal común, con
el fin de asegurar la adhesión de Alemania al proyecto de integración monetaria
europea. Para ello, aceptaron que se generalizaran obsesiones germanas como las
de la competitividad y el control de la inflación, que recaía en un banco
central independiente (el BCE) y en una política fiscal cuyos objetivos
primordiales serían la reducción del déficit y la deuda frente al estímulo al
crecimiento económico y al empleo.
El
abandono de las políticas económicas keynesianas zarpaba al favor de los nuevos
aires monetaristas, que conquistaron por igual a académicos y funcionarios
europeos.
Y para cuando las contradicciones de este corsé estallaron en los
mercados de deuda soberana, el euro ya era, para algunos, parte integral del
fin de la historia. Tanto es así que incluso la transformación de Syriza de
opositora a gestora de las políticas de austeridad no ha impedido que la
izquierda europea siga afirmando, con muy raras excepciones, la compatibilidad
de sus propuestas transformadoras con la moneda única.
Mitchell
pasa revista a los posibles programas de reforma de la zona euro para fallar en
favor de su ruptura. Resulta difícil no estar de acuerdo. La relajación de las
normas de déficit u objetivos de inflación chocan frontalmente contra el
edificio de una gobernanza económica cada vez más exigente. Una autoridad
fiscal única es políticamente inviable en ausencia de un demos europeo. El
aumento de la progresividad del presupuesto europeo es un parche ridículo, dada
su escasa magnitud. La mutualización de la deuda sigue dejándola a merced de
los inversores financieros o, en último término, de un BCE virulentamente pro capital
financiero.
Al
menos la salida del euro está en manos de cada Estado: redenominación de la
deuda y contratos financieros en moneda nacional, introducción progresiva de
nuevos medios de pago, controles de capitales y recuperación de las
competencias bancarias y monetarias por parte de un nuevo banco central
constituyen una hoja de ruta concreta que no tiene que esperar a que otra Unión
Europea sea posible.
Pero
¿para qué alternativa? Al describir las motivaciones que condujeron a la
profundización de la integración económica europea, no podemos obviar que el
monetarismo, pese a su apariencia de dogmatismo e irracionalidad, ofrecía una
respuesta de clase a una crisis real del keynesianismo. Las huelgas y disputas
en la producción y las pugnas distributivas, manifiestas en una alta tasa de
inflación, evidenciaban que no podía comprarse indefinidamente la paz social
con altas tasas de empleo. Cuarenta años después, no hay vuelta atrás.
La
reconstitución de un ejército de reserva mediante el paro masivo, la opción
monetarista para reconducir la conflictividad, tiene una variante en la
preferencia de la TMM por los programas de “empleo garantizado”, concebidos
para no competir con la producción privada y ancorar a la baja las expectativas
salariales. Resulta poco comprensible el abandono de las reivindicaciones
propias del movimiento obrero, como son el reparto del trabajo, la
democratización de la producción y la socialización de las ganancias, en favor
de una repetición de la paz social keynesiana en la que el Estado, como
empleador, administra la disciplina a la clase trabajadora.
Otro
aspecto actual de la crisis del keynesianismo es la cuestión de la creciente
apertura comercial de las economías nacionales cuya soberanía monetaria no se
extiende a la financiación exterior (como sí ocurre en el caso de países con
monedas de reserva como el dólar o la libra). Un estímulo al crecimiento
desemboca fácilmente en crisis de balanza de pagos (o bien: una crisis en la
financiación exterior puede suponer un freno en seco al crecimiento). La
confianza en los tipos de cambios flexibles para reequilibrar la cuenta
exterior, compartida por monetaristas y TMM, parece insuficiente, toda vez que
las diferencias centro-periferia no son el resultado de meros diferenciales de
coste, sino de persistentes diferencias en la articulación del modelo
productivo, tales como la innovación tecnológica, la especialización y
concentración industrial, etc. La integración monetaria europea supone, hasta
cierto punto, una fuite en avant que
permitió a los países periféricos europeos evitar la restricción exterior a
cambio de someterse a la disciplina de la gobernanza y el BCE.
En
conclusión. Romper el euro significa romper con la tutela de la Europa neocapitalista,
pero no nos libra del carácter real de una crisis que se arrastra desde antes
del nacimiento del capital monopólico-financiero y que exigirá transformaciones
radicales más allá de la ruptura monetaria.
* Ramón
Boixadera es economista y asistente de la eurodiputada de IU Paloma López
Colectivo Acción Directa Chile –Equipo
Internacional
Julio 2 de 2016
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