“Escenas de lectura”
En Diario-Radio U. de Chile –public. 21/1/18
En la casa de la
Sra. B. la persona que leía era también la Sra. B. La madre. A la hora de la
once, con la complicidad de su hermana, la Sra. B ponía la mesa, sentaba a los
niños y repartía los versos lo mismo que el pan. Entre ruiditos de tazas, una
que otra pregunta (¿té o café? ¿Hallulla o marraqueta?, la Sra. B. recitaba
para sus hijos. Por ejemplo, Machado. El resto del tiempo trabajaba para
sostener a la familia. La escena puede ubicarse a mediados o fines de los años
50, en Chile, en un barrio de Santiago. La Sra. B. recitaba y el té había que
enfriarlo en un platito para que no se quemaran los niños. La Sra. B se sabía
los versos de memoria.
Más
o menos en la misma época, en otro país, don A. leía para sus hijos. Lo hacía
en su casa que siempre tuvo el aspecto de una casa-taller.
Don A. sabía reparar motores. También era ceramista y alguna vez inventó máquinas para ayudar en los quehaceres de la casa. Quienes lo conocieron dicen que el viejo C., don A. o don B., como lo llaman algunos, era una persona increíble. Con esas mismas manos con las que buscaba soluciones a todos los problemas que se le presentaban a diario, don A. abría un libro y lo leía en voz alta para sus hijos. Quizás hubo varios. Quizás hubo uno solo. Quizás más allá de títulos siempre estamos leyendo un libro solo. Este tenía por nombre Rebelión en la Granja.
Don A. sabía reparar motores. También era ceramista y alguna vez inventó máquinas para ayudar en los quehaceres de la casa. Quienes lo conocieron dicen que el viejo C., don A. o don B., como lo llaman algunos, era una persona increíble. Con esas mismas manos con las que buscaba soluciones a todos los problemas que se le presentaban a diario, don A. abría un libro y lo leía en voz alta para sus hijos. Quizás hubo varios. Quizás hubo uno solo. Quizás más allá de títulos siempre estamos leyendo un libro solo. Este tenía por nombre Rebelión en la Granja.
Se
podría prolongar las evocaciones. Contar de qué manera el Sr. T., inmigrante
italiano, aprendió el castellano gracias a unos vecinos anarquistas, y cómo,
una vez que aprendió, leía en voz alta para la Sra. M., su esposa. Todos los
días leía, a la luz de una vela. Ese libro leído, antes de ir a trabajar, se
llamaba Los Miserables.
Sin
duda el lector tendrá sus propios recuerdos, sus propias escenas de lectura.
Escenas de encuentro. El libro coexistía entonces con la vela, el motor, el
pan, según los oficios y las costumbres de cada familia. Según su historia. Sus
anhelos. Sus convicciones. Aunque las bibliotecas eran importantes, y aunque
estos lectores sentían devoción por las mismas, también se podía leer ahí, en
la casa, en la cocina, en cualquier rincón. Para sí mismo y para otros. Todos
juntos. Nótese. No se trataba de dormir a los niños. Más bien de nutrirlos.
Tampoco se leía solamente para los niños. También era asunto de gente adulta,
leerse unos a otros.
Sobre
este aspecto, existe una escena asombrosa en Humillados y Ofendidos. Mucho
antes de que se desencadene la tragedia, más bien al principio del relato, el
narrador llega a la casa en la que creció, a visitar a sus padres. Se trata de
padres de adopción. El narrador que ama a sus “viejitos” (y también a la hija
de la familia, junto a la que creció) viene con la intención de leer en voz
alta. Ahí también hay una mesa, una familia, algo para tomar, quizás algo para
comer y, en el centro de ese encuentro, un libro. Un libro que el narrador ha
escrito. Se entiende que los “viejitos” no acostumbran leer. Se entiende
también que miran con inquietud estas ocupaciones del hijo. Pero el hijo no se
achica y decide leer en voz alta el relato del que es autor. Pasa la noche, el
hijo va leyendo su relato. Los padres quedan atrapados, conmovidos, no pueden
creer que el hijo haya escrito una historia así. Una historia que atrapa aunque
no pasan grandes cosas, con gente “como uno”, dice el padre, sin nada
particular. Pobres gentes, en suma.
Escenas
de lectura de este tipo son hoy menos frecuentes pero no han desaparecido.
Existe gente bizarra que las cultiva y defiende como si se tratara de algún
tesoro.
Quizás
en estos tiempos que nos toca vivir, no sea tanto el libro lo que peligre. No
el objeto en sí, ni siquiera el hecho de leer textos, relatos, novelas o
cualquier otro género literario. El hábito de lectura está tan arraigado que
incluso habiendo inventado tantas formas de comunicación, el paisaje general
muestra individuos leyendo. Pantallas. Otro tipo de escritos. Otro tipo de
oraciones. De palabras. En otros círculos. Un poco como nos enseñaban en el
colegio la teoría de los conjuntos, así se presentan hoy algunas escenas de
lectura. Un grupo se reúne para conversar, en el medio, una parte de los
convocados lee en simultáneo mensajes en una pantalla y entra en conexión con
otros círculos. Se ausentan momentáneamente del círculo presencial. Están sin
estar. Viajan a otras partes. Pero me alejo y quiero volver.
Quizás
el cambio más drástico que se haya dado en los últimos años sea la desaparición
de la lectura en voz alta como actividad familiar que puede reunir a miembros
de distintas generaciones. No para hablar de literatura. No para compartir
impresiones sobre autores o relatos. Sino para entrar en el libro todos juntos.
La
lectura entonces como experiencia. Como experiencia colectiva. La lectura,
también, como momento familiar. El libro arrancado a la biblioteca, conociendo
mundo, cocinas y mesas.
Junto
con promover un mayor acceso a los libros (tema crucial al que se dedican
tantos profesionales) sería bueno seguir indagando en las modalidades de la
promoción de la lectura. Pensar nuevas, o no tan nuevas, escenas de lectura.
Más de una utopía vive en nuestro pasado y tiene el rostro de nuestros viejos.
De esos viejos lectores.
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