Milicos uruguayos disuelven el congreso, 27/06/73 |
SABER DECIR ‘NO’ Y REPETIRLO
Por Alicia Lissidini*
En SinPermiso
Diciembre
12, 2015
Las consultas
populares pueden ser una buena forma de resolver conflictos, darle legitimidad
a una reforma constitucional o permitirle a los ciudadanos proponer políticas.
Sin embargo, la cuestión es más compleja cuando el mecanismo de consulta
–llamado plebiscito- es propuesto por un jefe de gobierno y en especial por un
gobierno autoritario. Este fue el caso del plebiscito de 1980 convocado por
el entonces “Consejo de Estado” (junta cívica-militar presidida por el
abogado Hamlet Reyes).
El
régimen uruguayo (1973-1984) pretendió formalizar la intervención autoritaria,
apelando al respaldo popular directo para aprobar una reforma constitucional
que tenía objetivos muy claros. El proyecto recortaba formalmente derechos que
ya habían sido avasallados por la dictadura, como la prohibición de
allanamientos nocturnos y el derecho de huelga. Las Fuerzas Armadas asumían
jurídicamente todas las competencias referidas a la “seguridad nacional” y se
reforzaba el Ejecutivo en perjuicio del Legislativo. Respecto a los partidos
políticos, se disponía la eliminación del doble voto simultáneo y se
establecía la candidatura única por partido. La representación proporcional
integral se modificada, para limitar el funcionamiento y la formación de los
partidos políticos. En definitiva, proponía una suerte de democracia tutelada y
acotada, con la exclusión de sectores políticos de izquierda y el control sobre
los poderes establecidos, la ciudadanía y los partidos políticos tradicionales
(Partido Colorado y Partido Nacional).
La
propuesta de reforma constitucional ya estaba prevista en el Decreto N° 464/973
del 27 de junio de 1973, así como su ratificación popular (Elaborar un
anteproyecto de Reforma Constitucional que reafirme los fundamentales
principios democráticos y representativos a ser oportunamente plebiscitado por
el Cuerpo Electoral). La puesta en marcha se originó en la confianza
desmesurada hacia un poder de persuasión que apelaba al miedo al “comunismo” y
al mismo tiempo a la esperanza de una apertura (de aprobarse la reforma, en
1981 habría elecciones). Dicha propuesta se impulsó en una coyuntura económica
caracterizada por una supuesta mejora en algunos indicadores, como el
crecimiento del producto bruto y la reducción de la desocupación —producto
básicamente de la emigración de uruguayos a la Argentina— que contribuyeron a
generar optimismo en las cúpulas militares respecto a la aceptación de la
ciudadanía. A ello se sumó la necesidad de contrarrestar el progresivo
deterioro de la imagen del Uruguay en el exterior (que se reflejó en las
manifestaciones de desacuerdo de la administración Carter con el gobierno
militar por la violación sistemática de los derechos humanos).
De
forma casi simultánea, en Chile el gobierno militar liderado por Augusto
Pinochet, propuso también una reforma constitucional. Esta reforma, también
plebiscitada en 1980, tenía objetivos similares a los planteados por la
uruguaya y en particular contenía una serie de cláusulas “cerrojo” que buscaban
constreñir la acción de cualquier gobierno que asumiera en el futuro. En
palabras de su ideólogo principal, Jaime Guzmán, la finalidad de esas reglas
constitucionales era que “si llegan a gobernar los adversarios, se vean
constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría,
porque –valga la metáfora– el margen de alternativas posibles que la cancha
imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para
hacer extremadamente difícil lo contrario”.
¿POR
QUÉ NO EN URUGUAY Y SI EN CHILE?
Suelen
compararse Uruguay y Chile, argumentando que ambos tienen una similar tradición
democrática del sistema político. Sin embargo, compartimos el criterio de
Marcelo Cavarozzi (2013) quien considera que la democracia emergió tan
tardíamente en Chile que se podría postular que su establecimiento coincidió
casi temporalmente con su caída. A diferencia del caso uruguayo, el régimen
político chileno no alcanzó niveles de participación y competencia que
permitieran considerarlo siquiera formalmente democrático, hasta muy poco antes
de su derrumbe en 1973. Sólo con la reforma agraria establecida por la
Democracia Cristiana de Frei a fines de la década del 60 se debilitó
efectivamente el yugo al que estaba sometido el campesinado en el Valle Central
y en las regiones del sur. Claro está que esta medida fue revertida por la
dictadura militar, con lo que en parte se restablecieron los vínculos
jerárquicos en las zonas rurales. Adicionalmente, en el caso chileno el “miedo
al comunismo” tenía un referente concreto en la experiencia de los tres años de
la Unidad Popular, a la cual el régimen autoritario asoció exitosamente con un
rasgo secular de la economía chilena: la inflación y sus efectos negativos
sobre los ingresos de los sectores populares. En resumen, en Chile se retornó a
las visiones jerárquicas del pasado oligárquico –que no estaba allá lejos en el
fondo del pasado—y se instaló creíblemente la idea de que el desorden era
producto del régimen socialista y… democrático.
Por
el contrario, la democracia uruguaya se desarrolló muy tempranamente y es en la
configuración partidaria original y su relación con el Estado, donde se
encuentra una de las claves para comprender la particularidad de la política
uruguaya. En Uruguay, se conformó una expansión del Estado de Bienestar
–limitado y modesto- vinculada estrechamente al triunfo de la democracia
representativa. Esto implicó la conformación de una cultura política más
democrática en el caso uruguayo.
Éste
es quizás uno de los aspectos más importantes, la cultura política, que llevó a
que los resultados de los plebiscitos fueran diferentes: mientras que en
Uruguay triunfo el “no” (57% frente a un 43%), en Chile el “si” (67% a favor y
30% en contra). Sin embargo, hay otros elementos para considerar en la
comparación.
Sin
bien en ambos casos hubo restricciones a la libertad de expresión, censura y
prohibición, en el caso uruguayo, existieron expresiones de rechazo a través de
volantes y pegatinas. La campaña de oposición se hizo especialmente desde el
semanario Opinar, algunos editoriales con firma en el diario El Día,
los comentarios del entonces periodista (y en democracia Senador de la
República) Germán Araújo en CX 30 La Radio. También hubo algunos actos
públicos, varios de los cuales terminaron con oradores y organizadores
presos o proscritos. Un jalón importante en la campaña fue el debate televisivo
entre Néstor Bolentini y Enrique Viana Reyes (ambos a favor de la reforma) y
Enrique Tarigo y Eduardo Pons Echeverry (contrarios a la misma). En ella los
opositores al régimen militar derrotaron verbalmente a sus antagonistas. El
momento más recordado por la opinión pública fue cuando Pons Echeverry comparó
a los civiles que apoyaban al gobierno militar con los “rinocerontes”, en
alusión a la obra de Ionesco en la cual asimila la nazificación con la
transformación de los humanos en rinocerontes.
Asimismo,
los pronunciamientos partidarios en contra del proyecto jugaron un papel
importante, a pesar de las fuertes restricciones a la libertad de prensa y los
líderes proscritos, presos o exiliados. A partir de 1976 (año en que debían
realizarse las elecciones nacionales), los partidos políticos tuvieron un
cambio posicional. Frente a los propósitos militares de control y restricción
del margen de maniobra de los partidos tradicionales, diversos sectores y
líderes políticos comenzaron a proclamar su oposición. Estas manifestaciones
surgieron de aquellos grupos políticos tolerados por los militares, que a
partir de ese momento retomaron su lugar en la escena política. Todos los
sectores partidarios apoyaron el NO con la excepción del grupo de Jorge
Pacheco del Partido Colorado y de algunos herreristas y sectores orientados por
Alberto Gallinal del Partido Nacional.
En
el caso chileno, la censura fue más férrea, así como lo fue el grado de
violencia ejercida por la dictadura liderada por Augusto Pinochet.
Además, no fue transparente el acto electoral, ni el resultado del mismo:
el ex presidente Patricio Aylwin y otros integrantes de la oposición política
objetaron – sin suerte- el resultado. Algunos consideran al plebiscito chileno
como un completo “fraude”.
TRANSICIÓN,
DEMOCRACIA Y CENTRALIDAD DE LA IZQUIERDA
Las
consecuencias más inmediatas del “No” en Uruguay fueron la deslegitimación de
los militares y la conformación de un frente común opositor al régimen. El
resultado del plebiscito provocó la crisis del régimen militar y abrió el
camino a una transición hacia la democratización. Este proceso llevaría cuatro
largos años porque a pesar de la derrota en las urnas, los militares
continuaron teniendo el poder. El objetivo militar seguía siendo reformar a los
partidos tradicionales y oponerse al resurgimiento de los grupos de izquierda.
Para ello convocaron a elecciones internas de los partidos tradicionales, en un
nuevo gesto autoritario.
Los
propósitos declarados de estas elecciones fueron: designar al Directorio del
Partido, que tendría 15 miembros y cuya presidencia sería desempeñada por el
titular que resultara más votado; establecer el Programa de Principios
del Partido; y designar a los candidatos a la Presidencia y Vicepresidencia de
la República, debiendo contar con el respaldo del 25% de los convencionales.
Sin
embargo, más allá de estos objetivos, la verdadera finalidad fue fortalecer el
bipartidismo y perjudicar a la izquierda. Los militares suponían que al estar
proscrito el Frente Amplio, los ciudadanos (especialmente aquellos que votaban
por primera vez) socializados o resocializados en el contexto dictatorial,
apoyarían a los partidos políticos tradicionales. Se apostaba, además, a que
los sectores batllistas del Partido Colorado y los sectores Por la
Patria-Movimiento de Rocha (liderados por el dirigente exiliado Wilson
Ferreira) del Partido Nacional, fueran derrotados en las elecciones internas.
Si el resultado era el anhelado, los sectores autoritarios mantendrían su
influencia en los partidos.
Desde
el comienzo de la dictadura, los militares pretendieron modificar a los
partidos políticos tradicionales para hacerlos más “funcionales”, pero fueron
rechazados por la ciudadanía en el plebiscito de 1980 y luego por los políticos
en las conversaciones que se sucedieron a lo largo del “proceso militar”. Ante
los sucesivos fracasos, ensayaron el último intento: modificar el equilibrio
interno de los partidos a través de una elección interna (con múltiples
proscripciones: de partidos y de líderes). Si el resultado correspondía a las
expectativas de las Fuerzas Armadas, los sectores más “autoritarios” de cada
partido tendrían mayor poder y serían quienes gobernarían a partir de noviembre
de 1984.
Frente
a las opciones impuestas, la izquierda propuso dos estrategias posibles a sus
militantes. La primera fue votar “en blanco”, como manera de “marcar los votos”
y obligar a que su existencia real fuera reconocida. Esta posición fue
promovida desde la cárcel por el líder histórico del Frente Amplio, Líber
Seregni. La segunda fue la de optar por aquellas candidaturas que dentro de los
partidos tradicionales representaran las posiciones más cercanas a la izquierda
(esta postura sintonizaba con la “tradición” uruguaya que tenía poca inclinación
por el voto en blanco). De esta forma, el voto de los frenteamplistas se
transformaba en un voto “útil” al dar el apoyo a los sectores más opositores.
Ésta fue la postura del Partido Comunista, quien decidió sufragar por las
listas del Partido Nacional lideradas por Wilson Ferreira.
Los
resultados de las elecciones internas significaron un rechazo rotundo al
régimen pues recibieron un mayor caudal de votos las opciones más democráticas
(65% frente a un 28% de sectores más cercanos al régimen autoritario y un 7% de
votos en blanco). En definitiva, las elecciones de 1982 significaron el retorno
legal al bipartidismo y el respaldo ciudadano a los sectores más opositores a
la dictadura militar. Respecto al Frente Amplio, sus partidarios prefirieron
mayoritariamente votar por algún candidato opositor a sufragar en blanco.
Aunque
continuaron las represiones, proscripciones y censuras, el camino hacia la
redemocratización se había inaugurado como consecuencia de una cultura política
francamente antidictatorial. El Frente Amplio y en particular algunos de
sus dirigentes, se constituyeron en actores reconocidos por "los
otros", a partir de las negociaciones entre los militares y los partidos
políticos. Después de intentar destruir la organización partidaria mediante la
ilegalización, la represión y la cárcel, las Fuerzas Armadas, paradójicamente,
tuvieron que reconocerlos como interlocutores legítimos.
En
definitiva, el Frente Amplio adquirió relevancia política y sobre todo
reconocimiento y legitimación tanto de los partidos tradicionales como de los
militares que debieron recurrir a este grupo político para que se concretara un
acuerdo que habilitara la “salida” de la dictadura. Este proceso de aceptación
fue simultáneo al cambio interno de la coalición de izquierda: los líderes
frenteamplistas y gran parte de sus militantes revalorizaron la democracia como
régimen de gobierno y abandonaron mayoritariamente los comportamientos
antisistema. A partir de este momento, el Frente Amplio fue tomando las
características de un partido político más en el espectro partidario uruguayo,
con capacidad de generar consensos y alianzas más allá de la izquierda. El
segundo gran paso fue en 1989, cuando Tabaré Vázquez accedió al gobierno de la
capital. Esta victoria electoral significó el reconocimiento del Frente Amplio
como un partido de gobierno. El resto, es historia reciente.
Los
resultados de las elecciones internas significaron un rechazo rotundo al
régimen pues recibieron un mayor caudal de votos las opciones más democráticas (en
su conjunto recibieron un 65% de los votos frente a un 28% de sectores más
favorable y un 7% de votos en blanco y anulados). En definitiva, las elecciones
de 1982 significaron el retorno legal al bipartidismo y el respaldo ciudadano a
los sectores más opositores a la dictadura militar (1). Respecto al Frente
Amplio, sus partidarios prefirieron mayoritariamente votar por algún candidato
opositor a sufragar en blanco.
Aunque
continuaron las represiones, proscripciones y censuras, el camino hacia la
redemocratización se había inaugurado como consecuencia de una cultura política
francamente antidictatorial. El Frente Amplio y en particular algunos de
sus dirigentes, se constituyeron en actores reconocidos por "los
otros", a partir de las negociaciones entre los militares y los partidos
políticos. Después de intentar destruir la organización partidaria mediante la
ilegalización, la represión y la cárcel, las Fuerzas Armadas, paradójicamente,
tuvieron que reconocerlos como interlocutores legítimos.
En
definitiva, el Frente Amplio adquirió relevancia política y sobre todo
reconocimiento y legitimación tanto de los partidos tradicionales como de los
militares que debieron recurrir a este grupo político para que se concretara un
acuerdo que habilitara la “salida” de la dictadura. Este proceso de aceptación
fue simultáneo al cambio interno de la coalición de izquierda: los líderes
frenteamplistas y gran parte de sus militantes revalorizaron la democracia como
régimen de gobierno y abandonaron mayoritariamente los comportamientos
antisistema. A partir de este momento, el Frente Amplio fue tomando las características
de un partido político más en el espectro partidario uruguayo, con capacidad de
generar consensos y alianzas más allá de la izquierda. El segundo gran paso fue
en 1989, cuando Tabaré Vázquez accedió al gobierno de la capital. Esta victoria
electoral significó el reconocimiento del Frente Amplio como un partido de
gobierno. El resto, es historia reciente.
____________________________
(1) Un fuerte apoyo
recibieron los sectores wilsonistas,
partidarios de Wilson Ferreira Aldunate, quien a pesar de haber sido proscrito
por los militares y estar exiliado mantuvo su liderazgo dentro del Partido
Nacional. En particular, la lista “ACF” ganó en todos los distritos de
Montevideo. Las listas blancas wilsonistas expresaron el rechazo más absoluto
al régimen militar y fueron apoyadas por la izquierda.
*Alicia Lissidini es profesora
titular de la Escuela de Política y Gobierno, Universidad de San Martín
Equipo Internacional – CAD CHILE
Diciembre 17 de 2015
No hay comentarios :
Publicar un comentario