El
centenario de la Revolución Rusa tiene mucho que ver con el proceso
revolucionario latinoamericano. Gran parte de sus ideas y su legado ha estado
presente y seguirá vigente en su esencia por largo tiempo en la historia de
nuestra América
Hace cien años se
inició la Revolución en Rusia. Era según el calendario juliano un 25 de octubre
de 1917 (equivalente en el resto del mundo al 7 de noviembre del calendario
gregoriano). En la ciudad de Petrogrado (más tarde Leningrado durante la época
del campo socialista y después con la desaparición de la URSS, hasta nuestros
días, San Petersburgo). En esa coyuntura de la mañana del miércoles 7 de
noviembre de 1917, relató John Reed (nacido en Portland, Oregon, 22/10/1887),
el periodista estadounidense sepultado en homenaje en un muro del Kremlin cerca
de la tumba de Vladímir Ilich Lenin, que estuvo haciendo crónicas de la
Revolución Mexicana (“México insurgente” y en la insurrección bolchevique “Diez
días que estremecieron al mundo”), el mejor relato de aquellos acontecimientos.
El mismo Lenin afirmó sobre el valor histórico de esa obra de Reed: “Yo
quisiera ver este libro difundido en millones de ejemplares y traducido a todos
los idiomas, pues ofrece una exposición veraz y crítica con extraordinaria
viveza de acontecimientos de gran importancia para comprender lo que es la
revolución proletaria, lo que es la dictadura del proletariado”.
En
uno de los pasajes, Reed relataba sobre el desarrollo de los acontecimientos de
aquel 7 de noviembre, momento en que se desbordaba la insurrección bolchevique
cuando el periodista estadounidense entraba al edificio central de insurrectos
(Instituto Smolny): “El ambiente era de tensión. Todas las escaleras estaban
abarrotadas: obreros de blusas negras y negros gorros de piel, muchos con
fusiles en bandolera, soldados con bastos capotes de un color sucio y con
gorros grises de piel. Entre toda esta gente se abrían paso presurosos
Lunacharski y Kamenev, muchos les conocían”. Agregando que Kamenev le tradujo
al francés la resolución recién aprobada en la reunión del Soviet de
Petrogrado, la cual decía: “El Soviet de diputados obreros y soldados de
Petrogrado saluda la victoriosa revolución del proletariado y de la guarnición
de Petrogrado. El Soviet destaca, en particular, la cohesión, la organización,
la disciplina y la plena unanimidad de que han dado prueba las masas en esta
insurrección extraordinariamente incruenta y feliz”.
En
el mismo paisaje el cronista estadounidense que también fue testigo de las
protestas obreras que las escribió en su célebre ensayo “Guerra en Paterson”
(EU), afirmaba que aquel 7 de noviembre: “En la tribuna apareció Lenin. Lo
recibieron con una estruendosa ovación. Predijo la revolución socialista
mundial”. Después habló Zinóviev, que exclamó: “Hoy hemos pagado la deuda al
proletariado internacional y hemos asestado un golpe terrible a la guerra, un
golpe al pecho de los imperialistas”.
Sin
duda un elemento central de toda revolución como lo fue la soviética (la de los
consejos de obreros, campesinos y soldados rusos) era contar con una vanguardia
organizada y dentro de ella con un conductor del proceso. Esto es algo medular
a todo fenómeno revolucionario triunfante. Tal como ahora ocurre en nuestras
revoluciones del siglo XXI latinoamericano. En Cuba, Nicaragua, Bolivia, El
Salvador, Ecuador, Venezuela. Ahí se
cumple a cabalidad con ese principio. Pero también esa característica se
desarrolló en la China de Mao Tse–Tung; en la República Socialista Federal de
Yugoslavia con Josip Broz “Tito”; en la de República Popular Democrática de
Corea de Kim Il-sung y en el Vietnam de Ho Chi Minh. En todos esos y otros
ejemplos de las revoluciones triunfantes, se heredó la experiencia histórica y
el valor de la conducción revolucionaria.
Hace
cien años cuando comenzó la Revolución Rusa, en América Latina también ocurrían
grandes acontecimientos. En México la Revolución Mexicana en 1917 es el momento
en que se conquista una nueva república al establecerse un nuevo orden
constitucional en buena medida dirigido por nuevos actores sociales como los
campesinos, los obreros, sectores de las clases medias emergentes y una pequeña
y mediana burguesía modernizadora. Para el gran historiador cubano, Sergio
Guerra Vilaboy, en su clásica obra “Historia mínima de América Latina” (2013),
apunta que a partir de ese momento axial del mundo:
“El
triunfo de la Revolución Rusa de 1917 impulsó, en aquello pocos países
latinoamericanos donde existían partidos socialistas (Argentina, Uruguay y
Chile), la diferenciación que ya se venía registrando, como eco de los problemas
que aquejaban a la II Internacional; a la vez que se debilitaban las fuerzas
reformistas y anarquistas en el movimiento obrero organizado. Además, la
revolución bolchevique encontró partidarios y propagandistas e incluso en la
propia prensa anarquista, apareciendo en ellos decretos y documentos soviéticos
y artículos de Lenin y otros dirigentes rusos. Incluso figuras revolucionarias
como el líder agrarista Emiliano Zapata o el pensador anarquista Ricardo Flores
Magón, saludaron entusiasmado los acontecimientos de Rusia. (…) En los países
latinoamericanos donde existían agrupaciones socialistas, como el Cono Sur o
México, estas dividieron o radicalizaron entre 1918 y 1920, y de los sectores
partidarios de Lenin surgieron partidos de nuevo tipo que rápidamente se
afiliaron a la III Internacional. Una segunda etapa de desarrollo más o menos
en forma semejante, aunque en otro contexto (1928 y 1930) en Colombia, Perú y
Ecuador. En otros países del continente, en cambio, como Brasil, Paraguay y
América Central, el Partido Comunista fue el resultado de la radicalización de
pequeños núcleos de obreros e intelectuales anarquistas. Formas intermedias de
creación entre uno y otro grupo adoptaron los primeros partidos
marxistas-leninistas en Cuba (1925), Bolivia (1928), Panamá (1930), Venezuela
(1931), Puerto Rico (1933) y Haití (1934), países donde fueron fruto de la
unión de dirigentes obreros revolucionarios e intelectuales de izquierda,
proceso promovido por la activa presencia de representantes de la III Internacional.
Personalidades latinoamericanas descollantes en este proceso fueron Luis Emilio
Recabarren en el Cono Sur, José Carlos Mariátegui en Perú y Julio Antonio Mella
en Cuba y México.”
De
esta forma, el centenario de la Revolución Rusa tiene mucho que ver con el
proceso revolucionario latinoamericano. Gran parte de sus ideas y su legado ha
estado presente y seguirá vigente en su esencia por largo tiempo en la historia
de nuestra América.
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