Lula se ha entregado a la policía y fue llevado a una cárcel donde debiera cumplir una pena de 12 años por corrupción y lavado de dinero en el conocido caso Lava Jato. La socialdemocracia latinoamericana rasga vestiduras frente a tal hecho e incluso sectores de la izquierda anticapitalista, cándidamente, se sienten obligados a levantar una acrítica defensa del líder del PT. Es éste el típico caso en que los árboles impiden ver el bosque. Antes bien, debemos analizar fríamente el sentido de lo ocurrido y sacar las lecciones que permitan a dicha izquierda aclarar su rol como verdadera fuerza de cambio revolucionario en el subcontinente
Luiz Inácio da Silva –Lula- se encuentra en la
cárcel. Y ello ha sido causado no sólo por un designio del Imperio y la derecha
económica y política de su país (que gustosos queman en el altar de la
“justicia” –clasista, eso sí- al domesticado exlíder sindical), sino que, por
sobre todo, lo han llevado a ésta desgraciada situación sus debilidades e
inconsistencias políticas (que cruzan también a su partido, el de los
Trabajadores), las cuales le allanaron el camino para cometer delitos reñidos
no sólo con la legalidad burguesa, sino que con la fe y la confianza de
millones de explotados de su país y de Latinoamérica.
Una
gran ola, colmada de imágenes del imaginario político-social que la multimedia
oficial pinta como de una “nueva izquierda”, recorre a todo lo largo estas
sufridas tierras en defensa del vapuleado Lula. En ella tienen una
preponderante presencia, a despecho de cualquier otro dato de la realidad,
tanto la vida como luchador del otrora dirigente de los metalúrgicos como sus
pretendidos logros en los dos períodos que estuvo a la cabeza del ejecutivo brasileño
(2003-2010). Es como si Lula y el PT hubiesen salido impolutos de los
escándalos y corruptelas que han azotado Brasil en el último tiempo y en verdad
se hubiese establecido en aquel país un “capitalismo a escala humana”.
Para
ninguno de sus furibundos defensores Lula ha infringido ni el más mínimo
estándar moral, en el sentido amplio de éste concepto, así como de la ética
propia de los dirigentes autodefinidos de izquierda. Ello a despecho que fue
durante gran parte del período en que fungió de presidente del gigante
sudamericano, más exactamente entre 2004 y 2012, que el esquema de corrupción y
sobornos a altos cargos de la empresa Petrobras desvió -por lo menos- 10.000
millones de reales (más de US$2 mil millones). Claro, el escándalo también
manchó a empresarios de grandes constructoras brasileñas, como Odebrecht, y a políticos
de todos los partidos, pero en un país –como también lo es Chile y casi todos
los del patio trasero yanqui- donde la corrupción de los chicos es castigada
con cárcel, pero la gran corrupción gobierna y es ama y señora, el que pagó el
pato fue un deslumbrado por las delicias del dinero fácil. Un tema no menor es
que los ponzoñosos tentáculos de Odebrecht y compañía, bien aceitados por los dineros
obtenidos de la estatal Petrobras gracias al gobierno PT, llegaron a
entrometerse en la política de varias naciones del sur americano, tales como Perú,
Colombia,
Ecuador, México
y Panamá, y obviamente en el mismo Brasil.
No
faltarán los sesudos defensores del expresidente que dirán que con esas platas
se estaba dando un impulso al “desarrollo de la industria nacional”. Pero, ¿cómo
se podría sostener tan falaz argumento si a todas luces los únicos beneficiados
con recursos estatales fueron los representantes del capital
monopólico-financiero interno, tal como los dueños de Odebrecht?
Tampoco
parece importar a los protectores de Lula otro penoso hecho de corrupción que
afectó al PT entre 2003 y 2005, justo cuando él era presidente: el caso del "Mensalao" ("gran
mensualidad", en español), que es como se llamó en Brasil al proceso judicial
que investigó la compra ilegal de votos en el congreso durante su primer
gobierno. El escándalo estalló en 2005, cuando un congresista del no menos
putrefacto PTB acusó públicamente al gobernante PT de haber pagado entre esos
años el equivalente a nada menos que US$10.000 mensuales a aliados políticos
para asegurarse sus apoyos.
Frente
a ese hecho de flagrante descomposición, no sería raro que más de uno nos
dijese que aquel pago a politicastros se hacía con el fin de “aprobar leyes en
favor del pueblo”. El punto es que con plata de este pueblo se cancelaba a unos
venales seudorepresentantes populares para que, a fin de cuentas, sancionaran
unas leyes que jamás hicieron nada por mejorar las condiciones de millones de
brasileños, uno de los países con el peor índice de desigualdad de América
Latina. Además, esa deshonesta forma de hacer política demuestra a las claras
la inexistencia de un ethos de izquierda por parte de Lula y el PT.
El
‘Mensalao’ fue, hasta el destape de Lava Jato, el mayor caso de corrupción de
la historia reciente de Brasil y estuvo a punto de provocar el colapso del primer
gobierno de Lula. Sin embargo y, pese a las condenas de algunos miembros de su
partido, el expresidente, apoyado hasta por elementos del gran capital y una
campaña electoral basada en promesas vacuas que engatusaron al pueblo, fue
cómodamente reelegido en 2006.
Por
cierto que dicha campaña, así como la de la mayoría de los politicastros en
Brasil (y lo mismo vale para el resto de América Latina y el Caribe), recibió importantes
aportes de los dueños del capital. Para el caso, la transnacional local
Odebrecht se puso con varios millones de dólares a fin de lograr la reelección
de Lula. Como bien argumentó en su favor –e indirectamente en pro del
abanderado del PT- una expublicista electoral del PT, ante un juez que la condenó a 8 años de prisión por
recibir dinero para campañas que era desviado ilegalmente de la trama de corruptelas
en Petrobras: “no hay ningún publicista
electoral en Brasil que haga una campaña sin recibir dinero no declarado”.
Respecto
de éste punto, los sectores proclives a Lula y las políticas del PT nos
pudieran restregar que vale más el fin que los medios, puesto que –en última
instancia- lo importante en tiempos de plena “democracia” burguesa es alcanza el
gobierno, el “poder político del Estado”. Esto, amig@s y detractor@s, no es más
que la aplicación del viejo reformismo eurocéntrico, ese que alegaba que el Estado
ya no defiende los intereses de toda la clase burguesa (cuando en realidad lo
hace y a largo plazo). No obstante, el peligro subyacente de esa visión reformista
y de falsa ideología es que conduce a la siguiente impostura: sería suficiente
con arrebatar al Estado de las manos del capital “neoliberal” (otra invención del
neorreformismo, en que se secciona al gran capital entre unos supuestos
capitales neo y no neoliberales) para que se convierta en un instrumento al
servicio de una verdadera democracia o incluso al servicio de la clase obrera.
Con el Estado concebido como neutral, se allana el camino a las alianzas entre los
sectores más organizados de la clase trabajadora y progresistas de las capas medias
con las fracciones “no neoliberales” de la burguesía. Esto es lo que propone el
PT y asimismo el Kirchnerismo, los Frentes Amplios de Uruguay y Chile, así como
en algún grado más matizado el grueso de la Concertación/Nueva Mayoría de éste
último país.
A
modo de una cómoda expiación vicaria, las clases dominantes se pueden dar el
lujo de castigar con largas penas de cárcel a expresidentes. Sin embargo, la corrupción
en la que ellas chapotean se encuentra totalmente institucionalizada. Aún es
ilegal, pero protegida por un sistema pensado para servir de red de protección
a los grandes criminales ligados al lavado de dinero.
Si
bien Lula pagará por sus actos de corrupción, el sistema de justicia brasileño permite
en su iniquidad intrínseca la corrupción sin ningún freno por parte de los
sectores dominantes y las minorías parlamentarias, las cuales han impuesto un
gobierno que asumió gracias a un verdadero golpe de Estado institucional. Michel
Temer es, sin lugar a dudas, un presidente impuesto por una camarilla
profundamente corrupta que hoy controla al poder legislativo y judicial en
Brasil, pero que se sostiene solamente gracias a los amarres constitucionales.
¿Qué hubo
de fondo en el gobierno de Lula y en qué se asemeja a Bachelet y CFK?
El
gobierno del PT, con Lula a la cabeza, al momento de conformarse -2003- fue
considerado por la prensa internacional como un nuevo horizonte para una
posible “nueva izquierda”. Según el expresidente portugués Mário Soares, Lula
representó el “fin del cinismo en la política” (que tragicómico resulta esa
afirmación a la luz de lo acaecido).
Durante
sus ocho años como presidente de Brasil, Lula hizo reformas y cambios que
produjeron una resonante transformación social y económica de Brasil, que
triplicó su PIB per cápita según el Banco Mundial, al punto de
convertir a la república casi en una potencia mundial. Su gobierno fue clave
para los éxitos económicos de su país, en particular en materia de reducción de
la pobreza, con programas
sociales como Hambre Cero o Bolsa Familia, que contribuyeron a sacar de la pobreza a unas 30 millones de
personas en menos de una década. A la salida de Lula de la presidencia, 52
millones de personas (el 27% de la población) se beneficiaban de la ‘Bolsita’ Familia.
Lo dicho es la parte bonita de la película. Ahora
veamos lo de fondo.
Si
bien entre 2002 y 2012 la tasa de empleo mejoró en Brasil, en casi un 30%, en el mismo
período el salario promedio real se incrementó sólo en un 8% y no en el 70% que alardeaba el gobierno
del PT. Más aún, ese trabajo se hizo 40 y 30% más informal en los sectores de
ingresos laborales más bajos (percentiles 25 y 50, respectivamente) comparado
con el período 1995-2004. Entre 2003 y 2013, ese país siguió siendo el 2º con mayor desigualdad en salarios
de América Latina.
En
relación con la desigualdad del ingreso de la población, nos encontramos con
que Brasil, la mayor economía de América Latina, se mantiene como el octavo a
nivel mundial y el tercero en la región.
Brasil
es uno de los casos más incontestables de convivencia entre una reducción de la
pobreza y un aumento de la desigualdad. Si en 2006 el 5% más rico acaparaba el
40% del ingreso total, en 2012 había aumentado esta participación hasta llegar al 44% a pesar de las
políticas sociales del gobierno del PT y el impacto del plan Fome Cero (Hambre
Cero). Esta desigualdad sería más abismal aún si se contara toda la riqueza no
declarada en un país que tiene una evasión fiscal del 13,4% y una economía en
la sombra del 39%.
El
poder político y económico de los sectores dominantes de Latinoamérica no ha
mermado desde el fin de las dictaduras y regímenes de facto. Y en la mantención
de tal inequidad juega un gran rol facilitador la franja política de partidos y
conglomerado sistémicos autodenominados de “centro-izquierda” o “nueva
izquierda” (aún con la participación de elementos con un papel destacado en organizaciones
revolucionarias y gobiernos progresistas, pero que renegaron de su pasado). Por
ejemplo, en Chile el 10% más rico ha
resistido con mucho éxito los débiles intentos distributivos de los
cinco gobiernos mantenedores del sistema en estos 28 años de seudodemocracia.
De hecho, ese decil más rico tiene un ingreso 27 veces superior al 10% más
pobre y tal inicua disparidad, en vez de mermar, va al alza.
Por
lo anterior, podemos constatar que la desigualdad en los ingresos apenas se ha
reducido en un mínimo vergonzoso. La así llamada “nueva izquierda” del
subcontinente ha tenido mucho más éxito en bajar los niveles de pobreza extrema
que en mejorar la distribución del ingreso, pues han aplicado las antiguas
recetas monetaristas del “chorreo” y la focalización de recursos.
¿Por qué los
sectores revolucionarios deben correr con los caballos cojos que son los
sectores mantenedores del sistema capitalista impuesto en Latinoamérica?
En
la esfera de la política, el problema actual de Brasil no es entre la derecha y
la izquierda ni entre el empresariado y el proletariado organizado, aunque así
lo presenten y pretendan los practicantes de la política del avestruz con Lula
y el PT. Es la clásica lucha entre dos grupos político-sociales encumbrados al balcón
de lo político, unos de la derecha y otros con raigambre popular, que pretenden
beneficiarse de políticas económicas estatales para su beneficio personal y/o grupal.
Tampoco
es una lucha contra el fascismo, pues en la formación social brasileña no
existe nada parecido a una “impasse”
política entre las fracciones burguesas que deba ser dirimida por una tercera fuerza
surgida de las fracciones de la mediana y/o pequeñoburguesas con apoyo de masas
subalternas. Por otra parte, si quisiéramos ver allí la necesidad de un golpe Militar
y la subsecuente instalación de dictadura militar, ¿alguien cree, de a veritas,
que el capital monopólico-financiero interno le sirve hoy por hoy un régimen de
excepción burgués cómo ese?
Es
lamentable que muchos de los que han criticado a los regímenes mantenedores del
sistema capitalista en Latinoamérica, como los de Bachelet, CFK y Pepe Mujica, se
dejen llevar por el amor sin cuestionamientos frente a un líder de esa misma
camada el cual, si bien tuvo un pasado ejemplar como luchador social, se ha
visto envuelto en el juego sucio de la corrupción de la casta política
brasileña y le tocó perder porque simplemente lo pillaron y el hilo se corta
por lo más delgado.
Se
ha dicho que el juicio contra Lula es político; esa es una verdad del porte de
una catedral. Y frente a la ofensiva político-judicial de la clase dominante
brasileña, ni el PT ni la izquierda domesticada local son capaces de levantar
las banderas del Socialismo y de la construcción de órganos de poder del
pueblo, pues tales objetivos histórico-sociales no se encuentran ni en su programa
ni en su discurso. La única defensa que logran articular es que todo esto que
pasa con su abanderado no es más que una maquinación imperial-derechista, a la
par que lanzan a las calles de las ciudades más grandes de Brasil a sus bases
más fieles, sin que tal movilización logre convencer a amplias franjas de
trabajadores, así como al grueso de los habitantes de los sectores
poblacionales y rurales pobres.
La
izquierda revolucionaria y anticapitalista de América Latina no puede, no debe
contribuir a confundir a los millones de pobres y trabajadores de nuestra
tierra. No puede dar carta blanca a aquellos que permiten hacer negocios a
costa de sufrimientos y desesperanza para los que hacen rodar las ruedas de la
historia. No puede aceptar como ‘progresistas’ a aquellos que entregan nuestras
riquezas, nuestro trabajo, nuestras formas de vida, nuestros hábitats al gran capital
nacional y extranjero, y permitirles que se rían en nuestras caras con sus privilegios
y granjerías. No puede llamar ‘desarrollo sustentable’ al latrocinio a escala
inhumana y apenas aromado con las supuestas bondades de un chorreo que jamás
llegará.
Sigue siendo válido lo que dijera ese verdadero hombre de izquierda, latinoamericano, honesto y consecuente, hace ya varias
décadas: “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución”.
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Colectivo
Acción Directa Chile -Equipo Internacional
Abril 10 de 2018
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