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martes, 10 de abril de 2018

SI LULA VA A LA CARCEL POR CORRUPCION, ¿POR QUE LA IZQUIERDA LATINOAMERICANA DEBE PRENDERLE VELAS?


Lula se ha entregado a la policía y fue llevado a una cárcel donde debiera cumplir una pena de 12 años por corrupción y lavado de dinero en el conocido caso Lava Jato. La socialdemocracia latinoamericana rasga vestiduras frente a tal hecho e incluso sectores de la izquierda anticapitalista, cándidamente, se sienten obligados a levantar una acrítica defensa del líder del PT. Es éste el típico caso en que los árboles impiden ver el bosque. Antes bien, debemos analizar fríamente el sentido de lo ocurrido y sacar las lecciones que permitan a dicha izquierda aclarar su rol como verdadera fuerza de cambio revolucionario en el subcontinente

Luiz Inácio da Silva –Lula- se encuentra en la cárcel. Y ello ha sido causado no sólo por un designio del Imperio y la derecha económica y política de su país (que gustosos queman en el altar de la “justicia” –clasista, eso sí- al domesticado exlíder sindical), sino que, por sobre todo, lo han llevado a ésta desgraciada situación sus debilidades e inconsistencias políticas (que cruzan también a su partido, el de los Trabajadores), las cuales le allanaron el camino para cometer delitos reñidos no sólo con la legalidad burguesa, sino que con la fe y la confianza de millones de explotados de su país y de Latinoamérica.

Una gran ola, colmada de imágenes del imaginario político-social que la multimedia oficial pinta como de una “nueva izquierda”, recorre a todo lo largo estas sufridas tierras en defensa del vapuleado Lula. En ella tienen una preponderante presencia, a despecho de cualquier otro dato de la realidad, tanto la vida como luchador del otrora dirigente de los metalúrgicos como sus pretendidos logros en los dos períodos que estuvo a la cabeza del ejecutivo brasileño (2003-2010). Es como si Lula y el PT hubiesen salido impolutos de los escándalos y corruptelas que han azotado Brasil en el último tiempo y en verdad se hubiese establecido en aquel país un “capitalismo a escala humana”.  

Para ninguno de sus furibundos defensores Lula ha infringido ni el más mínimo estándar moral, en el sentido amplio de éste concepto, así como de la ética propia de los dirigentes autodefinidos de izquierda. Ello a despecho que fue durante gran parte del período en que fungió de presidente del gigante sudamericano, más exactamente entre 2004 y 2012, que el esquema de corrupción y sobornos a altos cargos de la empresa Petrobras desvió -por lo menos- 10.000 millones de reales (más de US$2 mil millones). Claro, el escándalo también manchó a empresarios de grandes constructoras brasileñas, como Odebrecht, y a políticos de todos los partidos, pero en un país –como también lo es Chile y casi todos los del patio trasero yanqui- donde la corrupción de los chicos es castigada con cárcel, pero la gran corrupción gobierna y es ama y señora, el que pagó el pato fue un deslumbrado por las delicias del dinero fácil. Un tema no menor es que los ponzoñosos tentáculos de Odebrecht y compañía, bien aceitados por los dineros obtenidos de la estatal Petrobras gracias al gobierno PT, llegaron a entrometerse en la política de varias naciones del sur americano, tales como Perú, Colombia, Ecuador, México y Panamá, y obviamente en el mismo Brasil.

No faltarán los sesudos defensores del expresidente que dirán que con esas platas se estaba dando un impulso al “desarrollo de la industria nacional”. Pero, ¿cómo se podría sostener tan falaz argumento si a todas luces los únicos beneficiados con recursos estatales fueron los representantes del capital monopólico-financiero interno, tal como los dueños de Odebrecht?

Tampoco parece importar a los protectores de Lula otro penoso hecho de corrupción que afectó al PT entre 2003 y 2005, justo cuando él era presidente: el caso del "Mensalao" ("gran mensualidad", en español), que es como se llamó en Brasil al proceso judicial que investigó la compra ilegal de votos en el congreso durante su primer gobierno. El escándalo estalló en 2005, cuando un congresista del no menos putrefacto PTB acusó públicamente al gobernante PT de haber pagado entre esos años el equivalente a nada menos que US$10.000 mensuales a aliados políticos para asegurarse sus apoyos.

Frente a ese hecho de flagrante descomposición, no sería raro que más de uno nos dijese que aquel pago a politicastros se hacía con el fin de “aprobar leyes en favor del pueblo”. El punto es que con plata de este pueblo se cancelaba a unos venales seudorepresentantes populares para que, a fin de cuentas, sancionaran unas leyes que jamás hicieron nada por mejorar las condiciones de millones de brasileños, uno de los países con el peor índice de desigualdad de América Latina. Además, esa deshonesta forma de hacer política demuestra a las claras la inexistencia de un ethos de izquierda por parte de Lula y el PT.    

El ‘Mensalao’ fue, hasta el destape de Lava Jato, el mayor caso de corrupción de la historia reciente de Brasil y estuvo a punto de provocar el colapso del primer gobierno de Lula. Sin embargo y, pese a las condenas de algunos miembros de su partido, el expresidente, apoyado hasta por elementos del gran capital y una campaña electoral basada en promesas vacuas que engatusaron al pueblo, fue cómodamente reelegido en 2006.   

Por cierto que dicha campaña, así como la de la mayoría de los politicastros en Brasil (y lo mismo vale para el resto de América Latina y el Caribe), recibió importantes aportes de los dueños del capital. Para el caso, la transnacional local Odebrecht se puso con varios millones de dólares a fin de lograr la reelección de Lula. Como bien argumentó en su favor –e indirectamente en pro del abanderado del PT- una expublicista electoral del PT, ante un juez que la condenó a 8 años de prisión por recibir dinero para campañas que era desviado ilegalmente de la trama de corruptelas en Petrobras: “no hay ningún publicista electoral en Brasil que haga una campaña sin recibir dinero no declarado”.

Respecto de éste punto, los sectores proclives a Lula y las políticas del PT nos pudieran restregar que vale más el fin que los medios, puesto que –en última instancia- lo importante en tiempos de plena “democracia” burguesa es alcanza el gobierno, el “poder político del Estado”. Esto, amig@s y detractor@s, no es más que la aplicación del viejo reformismo eurocéntrico, ese que alegaba que el Estado ya no defiende los intereses de toda la clase burguesa (cuando en realidad lo hace y a largo plazo). No obstante, el peligro subyacente de esa visión reformista y de falsa ideología es que conduce a la siguiente impostura: sería suficiente con arrebatar al Estado de las manos del capital “neoliberal” (otra invención del neorreformismo, en que se secciona al gran capital entre unos supuestos capitales neo y no neoliberales) para que se convierta en un instrumento al servicio de una verdadera democracia o incluso al servicio de la clase obrera. Con el Estado concebido como neutral, se allana el camino a las alianzas entre los sectores más organizados de la clase trabajadora y progresistas de las capas medias con las fracciones “no neoliberales” de la burguesía. Esto es lo que propone el PT y asimismo el Kirchnerismo, los Frentes Amplios de Uruguay y Chile, así como en algún grado más matizado el grueso de la Concertación/Nueva Mayoría de éste último país.

A modo de una cómoda expiación vicaria, las clases dominantes se pueden dar el lujo de castigar con largas penas de cárcel a expresidentes. Sin embargo, la corrupción en la que ellas chapotean se encuentra totalmente institucionalizada. Aún es ilegal, pero protegida por un sistema pensado para servir de red de protección a los grandes criminales ligados al lavado de dinero.

Si bien Lula pagará por sus actos de corrupción, el sistema de justicia brasileño permite en su iniquidad intrínseca la corrupción sin ningún freno por parte de los sectores dominantes y las minorías parlamentarias, las cuales han impuesto un gobierno que asumió gracias a un verdadero golpe de Estado institucional. Michel Temer es, sin lugar a dudas, un presidente impuesto por una camarilla profundamente corrupta que hoy controla al poder legislativo y judicial en Brasil, pero que se sostiene solamente gracias a los amarres constitucionales.

¿Qué hubo de fondo en el gobierno de Lula y en qué se asemeja a Bachelet y CFK?

El gobierno del PT, con Lula a la cabeza, al momento de conformarse -2003- fue considerado por la prensa internacional como un nuevo horizonte para una posible “nueva izquierda”. Según el expresidente portugués Mário Soares, Lula representó el “fin del cinismo en la política” (que tragicómico resulta esa afirmación a la luz de lo acaecido).

Durante sus ocho años como presidente de Brasil, Lula hizo reformas y cambios que produjeron una resonante transformación social y económica de Brasil, que triplicó su PIB per cápita según el Banco Mundial, al punto de convertir a la república casi en una potencia mundial. Su gobierno fue clave para los éxitos económicos de su país, en particular en materia de reducción de la pobreza, con programas sociales como Hambre Cero o Bolsa Familia, que contribuyeron a sacar de la pobreza a unas 30 millones de personas en menos de una década. A la salida de Lula de la presidencia, 52 millones de personas (el 27% de la población) se beneficiaban de la ‘Bolsita’ Familia.

Lo dicho es la parte bonita de la película. Ahora veamos lo de fondo.

Si bien entre 2002 y 2012 la tasa de empleo mejoró en Brasil, en casi un 30%, en el mismo período el salario promedio real se incrementó sólo en un 8% y no en el 70% que alardeaba el gobierno del PT. Más aún, ese trabajo se hizo 40 y 30% más informal en los sectores de ingresos laborales más bajos (percentiles 25 y 50, respectivamente) comparado con el período 1995-2004. Entre 2003 y 2013, ese país siguió siendo el 2º con mayor desigualdad en salarios de América Latina.

En relación con la desigualdad del ingreso de la población, nos encontramos con que Brasil, la mayor economía de América Latina, se mantiene como el octavo a nivel mundial y el tercero en la región.

Brasil es uno de los casos más incontestables de convivencia entre una reducción de la pobreza y un aumento de la desigualdad. Si en 2006 el 5% más rico acaparaba el 40% del ingreso total, en 2012 había aumentado esta participación hasta llegar al 44% a pesar de las políticas sociales del gobierno del PT y el impacto del plan Fome Cero (Hambre Cero). Esta desigualdad sería más abismal aún si se contara toda la riqueza no declarada en un país que tiene una evasión fiscal del 13,4% y una economía en la sombra del 39%.

El poder político y económico de los sectores dominantes de Latinoamérica no ha mermado desde el fin de las dictaduras y regímenes de facto. Y en la mantención de tal inequidad juega un gran rol facilitador la franja política de partidos y conglomerado sistémicos autodenominados de “centro-izquierda” o “nueva izquierda” (aún con la participación de elementos con un papel destacado en organizaciones revolucionarias y gobiernos progresistas, pero que renegaron de su pasado). Por ejemplo, en Chile el 10% más rico ha resistido con mucho éxito los débiles intentos distributivos de los cinco gobiernos mantenedores del sistema en estos 28 años de seudodemocracia. De hecho, ese decil más rico tiene un ingreso 27 veces superior al 10% más pobre y tal inicua disparidad, en vez de mermar, va al alza.

Por lo anterior, podemos constatar que la desigualdad en los ingresos apenas se ha reducido en un mínimo vergonzoso. La así llamada “nueva izquierda” del subcontinente ha tenido mucho más éxito en bajar los niveles de pobreza extrema que en mejorar la distribución del ingreso, pues han aplicado las antiguas recetas monetaristas del “chorreo” y la focalización de recursos.

¿Por qué los sectores revolucionarios deben correr con los caballos cojos que son los sectores mantenedores del sistema capitalista impuesto en Latinoamérica?

En la esfera de la política, el problema actual de Brasil no es entre la derecha y la izquierda ni entre el empresariado y el proletariado organizado, aunque así lo presenten y pretendan los practicantes de la política del avestruz con Lula y el PT. Es la clásica lucha entre dos grupos político-sociales encumbrados al balcón de lo político, unos de la derecha y otros con raigambre popular, que pretenden beneficiarse de políticas económicas estatales para su beneficio personal y/o grupal.

Tampoco es una lucha contra el fascismo, pues en la formación social brasileña no existe nada parecido a una “impasse” política entre las fracciones burguesas que deba ser dirimida por una tercera fuerza surgida de las fracciones de la mediana y/o pequeñoburguesas con apoyo de masas subalternas. Por otra parte, si quisiéramos ver allí la necesidad de un golpe Militar y la subsecuente instalación de dictadura militar, ¿alguien cree, de a veritas, que el capital monopólico-financiero interno le sirve hoy por hoy un régimen de excepción burgués cómo ese?   

Es lamentable que muchos de los que han criticado a los regímenes mantenedores del sistema capitalista en Latinoamérica, como los de Bachelet, CFK y Pepe Mujica, se dejen llevar por el amor sin cuestionamientos frente a un líder de esa misma camada el cual, si bien tuvo un pasado ejemplar como luchador social, se ha visto envuelto en el juego sucio de la corrupción de la casta política brasileña y le tocó perder porque simplemente lo pillaron y el hilo se corta por lo más delgado.

Se ha dicho que el juicio contra Lula es político; esa es una verdad del porte de una catedral. Y frente a la ofensiva político-judicial de la clase dominante brasileña, ni el PT ni la izquierda domesticada local son capaces de levantar las banderas del Socialismo y de la construcción de órganos de poder del pueblo, pues tales objetivos histórico-sociales no se encuentran ni en su programa ni en su discurso. La única defensa que logran articular es que todo esto que pasa con su abanderado no es más que una maquinación imperial-derechista, a la par que lanzan a las calles de las ciudades más grandes de Brasil a sus bases más fieles, sin que tal movilización logre convencer a amplias franjas de trabajadores, así como al grueso de los habitantes de los sectores poblacionales y rurales pobres.  

La izquierda revolucionaria y anticapitalista de América Latina no puede, no debe contribuir a confundir a los millones de pobres y trabajadores de nuestra tierra. No puede dar carta blanca a aquellos que permiten hacer negocios a costa de sufrimientos y desesperanza para los que hacen rodar las ruedas de la historia. No puede aceptar como ‘progresistas’ a aquellos que entregan nuestras riquezas, nuestro trabajo, nuestras formas de vida, nuestros hábitats al gran capital nacional y extranjero, y permitirles que se rían en nuestras caras con sus privilegios y granjerías. No puede llamar ‘desarrollo sustentable’ al latrocinio a escala inhumana y apenas aromado con las supuestas bondades de un chorreo que jamás llegará.

Sigue siendo válido lo que dijera ese verdadero hombre de izquierda, latinoamericano, honesto y consecuente, hace ya varias décadas: “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución”.  
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Colectivo Acción Directa Chile -Equipo Internacional
Abril  10 de 2018

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