Por Gabriela, 2004[1]
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¡Teníamos
tanto miedo! Enfundados en ropas elegantes, olvidados el bluyin y los bototos,
contábamos los días que habían pasado desde entonces. ¿Sólo diez? Teníamos
tanto miedo, desconcierto, furia, y...veintinueve años. Veintinueve años el Miguel,
y Julián y yo.
Entre
Julián y yo juntábamos ocho niños; ninguno superaba los diez años y dependían
absolutamente de nosotros. De nosotros, quienes aún en medio del huracán,
buscábamos afanosos y sin rumbo a los compañeros, las compañeras, aquellos de
los campamentos, que por tantos meses, (¿años?) fueron nuestra familia, nuestro
hábitat, nuestro accionar conjunto.
Sabíamos
de nuestros muertos, de los detenidos, de los torturados, de los escondidos.
Sabíamos que si caíamos dejábamos no solo a nuestros hijos a merced de un
futuro temible que sólo podíamos imaginar, sino que nos restaríamos a la lucha
que recién comenzaba.
La
magnitud de la pérdida, de la masacre, del desconcierto y la desconexión aún no
afloraban a nuestras mentes, a pesar de tanto análisis y previsión
anterior.
Con
Julián llevamos ese día a la Carolita, de cinco años, al hospital, dado que su garganta
presentaba un enorme e inexplicable bulto que apenas le permitía respirar.
Psicosomático,
nos dijeron. ¡Y cómo no! En diez días presenció, con sus enormes ojos,
allanamiento tras allanamiento de nuestra casa, buscándonos, ávidos de armas,
de delaciones, de compañeros ocultos. Cada rama de las Fuerzas armadas exhibió
sus armas largas, gritó, pateó los bolsones de los niños en busca de esas armas
que hasta hoy, treinta años después no nos llegan...
Nosotros,
lejos de ellos nada podíamos hacer. Nunca pudimos.
La
enfermedad de la niña era más que justificada.
Al
volver del Hospital, llevamos a la Carolita a un lugar que le encantaba. Era apasionada
por el pescado frito. Fuimos al “Venecia”. Sabíamos que el ambiente familiar la
consolaría.
Julián,
Gabriela y la Carolita, sentados en una acogedora mesa, bien trajeados y peinados,
ella taco alto y maquillaje, eran la visión encantadora de una familia de clase
media contenta, sin nada que temer.
Se abre
la puerta del restaurante. Penetran varios hombres jóvenes, de aspecto próspero,
elegantes, buenos trajes obscuros, peinados a la gomina, caras limpias sin
bigotes. Se diría un grupo de abogados celebrando un fallo favorable o un grupo
de médicos del Hospital cercano contentos con el resultado de alguna cirugía
difícil.
Bastó
una mirada de reojo, unos rostros inexpresivos, un intercambio de efluvios, para
que nos reconociéramos, y nos ignoráramos. Eran el Miguel, el Bauchi, el Pollo,
el Pelao, y algunos otros que mi memoria no ha retenido. Eran ellos. La Dirección
clandestina completa.
Todos
comíamos, conversábamos, sonreíamos con dolor. Ellos en su mesa. Nosotros a sus
espaldas. La Carolita se abalanzó sobre su pescado frito. ¿Congrio, merluza?
Nunca
lo supimos, pero una espina inmensa se incrustó en su garganta hinchada. No
podíamos gritar, llorar, llamar la atención. Nuestra vida estaba en peligro, al
igual que la de la Carolita.
Nunca
supimos cómo, aún no lo entiendo, pero el Miguel, el compañero, el doctor Enríquez,
saltó como un felino, tomó a la niña, la tendió en el suelo, maniobró sobre
ella, que tenía su carita azulada por la asfixia, extrajo la espina, le hizo respiración
boca a boca, nos guiñó un ojo y volvió a su mesa, donde ellos. Nada había
sucedido.
El
hombre más buscado de Chile en ese momento y hasta el día de su muerte en combate
el 5 de octubre del año siguiente, arriesgó su cobertura y la de todos nosotros,
siguiendo el imperativo de sus convicciones, de su juramento y de su entrega
revolucionaria.
Sin el
Miguel ése día, posiblemente la Carolita no habría conocido los treinta y seis años
que hoy tiene, y definitivamente no estarían el Sebastián, el Vicente y el Nicolás,
mis nietos.
¡Gracias, Miguel! ¡Hasta la
Victoria Siempre!
GABRIELA
A 30
años de su muerte en combate
5
Octubre 2004.
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¡ADELANTE CON TODA LA FUERZA!
¡ADELANTE
CON TODAS LAS FUERZAS DE LA HISTORIA!
Colectivo
Acción Directa – Chile
Julio 17 de 2014
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