LAS CONCEPCIONES
TEORICAS FUNDAMENTALES DE MIGUEL ENRIQUEZ
“(Miguel) Enríquez sigue después del golpe sosteniendo
que la estrategia del MIR está dirigida a construir una fuerza social
revolucionaria capaz de iniciar una guerra (popular), (…) construir el ejército
revolucionario del pueblo, (…) conquistar el poder para los trabajadores e
instaurar un gobierno revolucionario de obreros y campesinos que complete las
tareas de la revolución proletaria”
Aparecido
en "Miguel Enríquez" -CEME–, en su publicación escrita
Cuadernos "Miguelitos",
Nro. 2. Noviembre de 1999. Permitida la reproducción total o parcial citando
fuente, datos y contenidos originales. E mail: centro.estudios@miguel.enriquez.as,
http://home.bip.net/ceme/
A 27 años de la muerte en combate de
Miguel Enríquez, es conveniente ubicar en el contexto histórico su rol, como
figura representativa de la dirección histórica del MIR chileno, en la
actualización de la política revolucionaria del proletariado. Se trata de
comprender que las concepciones de Enríquez y del MIR se establecen sobre una
base teórica e histórica de más de un siglo de luchas del proletariado y de
desarrollo del marxismo y que, por ende, son parte de ese desarrollo, se nutren
de él y establecen aportes sustantivos.
Estos aportes pueden sintetizarse en cinco puntos: una concepción del capitalismo dependiente chileno y latinoamericano, de la cual se desprende la postulación del carácter proletario de la revolución, carácter que exige que se plantee como problema central el problema del poder y, por tanto, una concepción estratégica de lucha por el poder proletario, lucha para la cual se requiere la construcción de un partido revolucionario del proletariado de carácter político-militar, capaz de ponerse a la cabeza de las luchas concretas de las masas en que se va formando la fuerza social revolucionaria.
Me
interesa aquí referirme a los tres primeros puntos, en tanto dicen relación
fundamental con la posición teórica de Enríquez, y dejar para alguna próxima
ocasión el desarrollo de los dos últimos puntos, más ligados a la experiencia
práctico concreta.
En todo
caso, y para evitar malos entendidos, hay que establecer previamente que la
construcción de una teoría de la revolución proletaria es siempre concreta: lo
que Enríquez y el MIR elaboran, e impulsan prácticamente, es la teoría de la
revolución proletaria para las condiciones de la crisis del bloque en el poder
hegemonizado por la burguesía industrial dependiente. Si alguien considera
necesario, o se siente convocado a, elaborar una teoría de la revolución
proletaria para las condiciones históricas de hoy, debe partir de la premisa
que lo que más le sirve del ejemplo de Enríquez es precisamente eso, su ejemplo
(de rigor teórico y de consecuencia práctica).
1.- EL CAPITALISMO DEPENDIENTE
Mientras
el reformismo planteaba que Chile era un país atrasado, incluso con
"resabios semifeudales", Enríquez incorporó a sus propias
concepciones teóricas la conceptualización marxista de la dependencia, entendida
ésta como la situación propia de países formalmente independientes pero que
ocupan un lugar subordinado en la reproducción del capital a escala mundial,
necesario para contrarrestar la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.
Para
ello, los países dependientes son especializados en la producción de mercancías
que requieren comparativamente (con respecto al nivel dado de desarrollo de las
fuerzas productivas) una menor composición orgánica del capital (bienes
agropecuarios y mineros en primer término, pero también manufacturas menos
intensivas en el uso de capital constante), transfiriendo, por la vía del
intercambio desigual, la plusvalía así producida hacia los países centrales.
De este
modo, nuestros países no sufren, como pretenden la burguesía y el reformismo,
del atraso o de una situación precapitalista sino precisamente de los efectos
de un desarrollo capitalista que acumula en los países dependientes la miseria
como condición de la acumulación de riqueza en los países centrales. Uno de los
teóricos de la dependencia, André Gunder Frank, al hablar del "desarrollo
del subdesarrollo" resumió con precisión y buen sentido publicitario esta
situación.
Consideradas
las clases dominantes desde este punto de vista, resalta la unidad de intereses
entre la dominación local y el imperialismo y la inexistencia de
contradicciones sustantivas que pudieran dar pie a algún tipo de revolución
nacional antimonopólica o antiimperialista.
No hay,
en este punto de vista, algo así como formaciones nacionales con resabios
feudales o revoluciones burguesas antifeudales y antioligárquicas por hacerse.
A mediados de los años sesenta ya todos los países del autodenominado
"mundo libre", y todas sus regiones incluso las más alejadas, habían
sido incorporados al sistema capitalista mundial y formaban parte de la cadena
de reproducción del capital. Las luchas nacionales y populares en el seno de
las naciones independientes, aunque de gran importancia en la expansión de las
libertades democráticas, no tenían ya posibilidad de convertirse en vehículos
de una transformación revolucionaria de la sociedad, de enfrentar la miseria,
el hambre, la desnutrición infantil, la carencia de viviendas y hospitales, los
déficits educacionales, la superexplotación del trabajo.
Por
otro lado, la función de la economía dependiente se logra en tanto somete a sus
trabajadores a la superexplotación; esto es a la extracción de una mayor masa
de plusvalía absoluta gracias a una mayor magnitud extensiva e intensiva de la
jornada con respecto a las posibilidades que ofrece el desarrollo de las
fuerzas productivas a escala mundial.
La
superexplotación del trabajo implica miseria para las masas obreras,
proletarización de las denominadas capas medias y constitución de diversos
sectores semi y sub proletarios (los pobres del campo y la ciudad), es decir la
conformación de una inmensa mayoría de la sociedad que produce plusvalía y
cuyos intereses de clase son, por tanto, similares a los del proletariado.
Esta
consideración va a ser vital cuando Enríquez y el MIR se planteen el problema
de la reforma agraria. A mediados de los sesenta, al analizar la reforma
agraria de la Democracia Cristiana Enríquez planteaba, en polémica con la
posición reformista, que lo que correspondía no era considerar la reforma
agraria como una reforma meramente burguesa y limitarse a apoyar el combate
contra los terratenientes sino que había que considerar las posibilidades de
movilización de masas y de socialización de la tierra que abrían las luchas
campesinas, es decir, que había que levantar la consigna de una revolución
agraria.
Cuando
a fines de los setenta, incorporadas ya las nuevas conceptualizaciones de la
teoría marxista de la dependencia, irrumpa con fuerzas el MIR en el movimiento
campesino, su participación allí estará orientada por esta concepción de los
pobres del campo (los semi proletarios y los subproletarios) como producto
específico de la acumulación capitalista y, por ende, por la posibilidad de una
reforma agraria orientada hacia la socialización de las relaciones de
producción en el agro. No hay, pues, otro camino para salir del atraso que
terminar con el capitalismo. Esa conclusión de la teoría de la dependencia
calza a la perfección con la formación marxista previa de Enríquez, especialmente
con la consideración, trostkista, del desarrollo capitalista como un desarrollo
desigual y combinado.
2.- LA REVOLUCIÓN PROLETARIA
Si los
países latinoamericanos no sufren por el atraso sino por el desarrollo
capitalista, la postulación reformista de una revolución democrática y popular
en alianza con sectores burgueses debe ser, entonces, desechada y denunciada.
Ya en
la concepción original de Marx, formulada en momentos en que la burguesía tenía
aún un papel revolucionario, la participación del proletariado en la revolución
democrático burguesa tenía como único sentido el hacer esa revolución
permanente, esto es producir una radicalización constante del proceso
revolucionario. Luego de las experiencias revolucionarias de mediados del siglo
XIX la burguesía, en todo el mundo, comprendió que el aliado popular le
representaba un peligro mayor que la vieja oligarquía y privilegió las
transformaciones políticas en alianza con las fuerzas del antiguo régimen.
Lenin y
los bolcheviques partieron postulando una versión modernizada de la vieja
concepción de la participación del proletariado en la revolución democrático
burguesa, que consistía fundamentalmente en sostener que la revolución
democrático burguesa rusa sería llevada adelante por un gobierno de obreros y
campesinos (la dictadura democrático revolucionaria del proletariado y los
campesinos).
Sin
embargo, la experiencia de 1917 les mostró dos hechos fundamentales. Primero,
que la revolución democrático burguesa estaba terminada con el solo hecho del
paso del poder de una clase a otra y que por tanto el proletariado no podía
participar en el gobierno revolucionario burgués sino luchar por alcanzar el
poder para los obreros y los campesinos. Segundo, que las tareas de
democratización propias de la democracia burguesa sólo se podían realizar
efectivamente una vez establecido el poder proletario.
Estos
descubrimientos políticos son más ricos que la fórmula trotskista de la
revolución permanente, pero en tanto fueron ocultados por el estalinismo, lo que
sobrevivió como herramienta teórica para los revolucionarios fue esencialmente
la abstracción de Trotsky.
El
estalinismo, y sus representantes locales, en la búsqueda desesperada de
alianzas para hacer posible el socialismo en un solo país, levantaron la tesis
de la revolución por etapas. Planteaban que en nuestros países, en tanto países
atrasados y semicoloniales, lo que estaba a la orden del día era una revolución
democrática, nacional, popular; una revolución que tenía como características
el ser antiimperialista, antioligárquica, antimonopólica, antifeudal.
En
tanto esta revolución democrática no se enfrentaría a los intereses de las
burguesías locales (intereses que según el estalinismo eran contradictorios con
los intereses del imperialismo y las oligarquías nativas), sería posible
llevarla a cabo a través de una amplia alianza que incorporara a la burguesía
nacional, a las capas medias intelectuales y funcionarias, a la pequeña
burguesía propietaria, a la clase obrera y al campesinado. Los Frentes
Populares (como en Francia, España y Chile) fueron el prototipo y paradigma de
esta alianza de clases. En esta concepción etapista, las transformaciones
económicas y sociales de la revolución democrática crearían las condiciones
para en un futuro, de ubicación indefinida, fuera posible transitar hacia el
poder del proletariado. Aquí la variedad de reformismo que es hegemónico en el
movimiento comunista internacional a partir de la muerte de Stalin agrega de su
propia cosecha la posibilidad, luego elevada al estatus de condición sine qua
non, del tránsito pacífico, sin quiebres institucionales, al establecimiento
del poder proletario o segunda etapa de la revolución.
La
forma programática que esto asume es la de manejar dos programas separados, el
programa máximo, el que se muestra en los días de fiesta, y el programa mínimo
o programa de reivindicaciones inmediatas que es aquel por el que efectivamente
se lucha.
En
Chile la discusión con las concepciones estalinistas se planteó con fuerza
desde los años 50, principalmente como enfrentamiento entre las concepciones
del PC, su línea de Liberación Nacional, y las del PS, su concepción de Frente
de Trabajadores. Aunque en esencia correctas, las posiciones del PS fueron
rápidamente mediatizadas a comienzos de los 60 y este partido se terminó de
allí en adelante subordinando a las concepciones del PC.
Esta
subordinación del PS a la política del PC, especialmente en vísperas de la
elección presidencial de 1964, determinó fuertes discusiones internas en la
Juventud Socialista; allí se hicieron presente Enríquez y otros jóvenes que
luego fueron expulsados del PS o se marginaron del mismo por propia iniciativa.
Cuando
se forma el MIR, en 1965, la concepción que se levanta, influida en lo esencial
por los viejos cuadros obreros e intelectuales de formación trotskista, es la
de una revolución permanente; entendida como la postulación de que la única
solución posible para las tareas democráticas y de liberación nacional de
nuestros países americanos es una revolución que liquide el aparato estatal y
represivo burgués y lo reemplace por una democracia directa proletaria basada
en las milicias armadas de obreros y campesinos y dirigida por los órganos de
poder de obreros y campesinos.
La
experiencia del MIR en el momento de agudización de la lucha de clases que se
vivió con el gobierno de la Unidad Popular, hizo más rica y concreta esta
concepción de la revolución chilena.
La
concepción programática de Enríquez y del MIR se enriqueció entre 1970 y 1973
en tres aspectos esenciales:
En
primer lugar, el carácter radical y el contenido sorpresivamente
"proletario" de las luchas reivindicativas de importantes sectores de
capas medias y de los pobres del campo y la ciudad, muestra que ya no basta
hablar de alianza obrero-campesina para caracterizar la fuerza motriz de la
revolución chilena, sino que es necesario hablar de la alianza del proletariado
(industrial, agrario, etc.) con los pobres del campo y la ciudad. Esta
constatación empírica es la base de la aceptación de la teoría marxista de la
dependencia, única herramienta teórica que permitía explicar lo que se constataba
en la práctica;
En
segundo término, la necesidad de una vinculación renovada de las luchas
concretas con los objetivos programáticos. El MIR nace con un programa
concebido como "programa de transición", es decir que plantea
unificadamente y en un sistema coherente las reivindicaciones democráticas y
socialistas. La concepción de "plataforma de lucha" que se implementa
en los diversos frentes de masas a partir de 1972 constituye una forma de
engarzar las reivindicaciones inmediatas –esas que surgen espontáneamente de
las necesidades vividas de la gente- con las reivindicaciones y objetivos
políticos más generales que no surgen espontáneamente y que sólo se convierten
en objetivo para las masas como proposición del partido revolucionario. De esta
forma, las luchas parciales, incluso por las más elementales reivindicaciones,
son asumidas e integradas como parte del proceso global de lucha por el poder;
Finalmente,
la experiencia de las luchas de clases, el carácter de clase de los sectores
que integran la alianza revolucionaria y la relectura de los clásicos del
marxismo, ponen de manifiesto que lo que define una revolución no es el
contenido económico de sus tareas sino el carácter de clase del poder que las
lleva a cabo. La denominación correcta, por tanto, es la de "revolución
proletaria". Por ello Enríquez al hablar, a fines de 1973, del programa
del MIR dice que es un programa de revolución proletaria que tiene tareas
socialistas y democráticas, cuyo objetivo es la destrucción del estado burgués,
del imperialismo y del conjunto de la gran burguesía nacional y que sólo puede
ser realizado por la clase obrera aliada a las capas pobres de la ciudad y el
campo y a las capas bajas de la pequeña burguesía.
3.- LA ESTRATEGIA REVOLUCIONARIA
Para
los revolucionarios de mediados del siglo XIX la forma correcta de luchar por
el socialismo era participar en las luchas revolucionarias de la burguesía con
el objetivo de hacer permanente el proceso revolucionario.
Esa
participación alcanzaba su punto más alto en las insurrecciones, principalmente
urbanas, mediante las cuales se llevaba a cabo el derrocamiento del viejo
poder.
La
insurrección, una mezcla heterogénea de diversos procedimientos de lucha
(huelgas, manifestaciones, combates de calle, etc.), que incorpora a sectores
con también diversos niveles de conciencia, organización y capacidad de lucha,
en tanto punto más alto del ascenso de las luchas populares, tenía efectos
políticos disociadores sobre un ejército formado fundamentalmente por la conscripción
obligatoria, esto es por obreros y campesinos que sólo transitoria y
accidentalmente eran parte de la columna vertebral del estado.
De esta
manera, si bien era casi nula la capacidad de las fuerzas insurrectas para
derrotar en combate abierto al ejército, su presencia paralizaba y dividía a
éste, proporcionando una fuerza militar ya formada a la insurrección.
Una vez
que las burguesías comenzaron a temer más a su aliado popular que a su enemigo
aristocrático se cerró el ciclo de estas revoluciones burguesas por abajo. Este
proceso, además, fue paralelo a las transformaciones de la fuerza militar del
estado que aumentaron su capacidad para derrotar al pueblo en los combates de
calle.
El
revisionismo de la Segunda Internacional, en lugar de extraer como consecuencia
lógica la dificultad de impulsar procesos revolucionarios con aliados
burgueses, concluyó, oportunistamente, que la nueva situación ponía a la lucha
electoral como la herramienta fundamental de la lucha proletaria.
En las
luchas teóricas del movimiento obrero de comienzos del siglo XX, aparecían,
entonces, dos tácticas aparentemente antagónicas: la táctica electoral y la
insurreccional. Sin embargo, las experiencias de Rusia y Alemania mostraban que
aunque las elecciones no son sino un indicador del curso de la lucha de clases,
era importante para el partido obrero la utilización de estos espacios de la
lucha legal y parlamentaria.
Se
comenzó, entonces, a utilizar la expresión "estrategia" para
referirse al conjunto de tácticas (legales e ilegales, parlamentarias y de
masas, pacíficas e insurrecionales) que el proletariado debía utilizar en el
camino hacia el poder.
La
revolución rusa, primera revolución proletaria en la historia de la humanidad,
fue posible precisamente gracias a una insurrección de masas dirigida por los
bolcheviques, quienes habían sabido utilizar adecuadamente los espacios legales
y parlamentarios. Tanto en febrero como en octubre de 1917, el factor decisivo
del triunfo de la insurrección no fue la capacidad de combate abierto de los
sectores populares sino el paso a su lado de partes sustantivas de la tropa y
la suboficialidad.
Ello
ocurría en las postrimerías de una guerra mundial que en el plano de las
operaciones militares se había caracterizado por el inmovilismo de la guerra de
trincheras, inmovilismo que no tenía su origen en razones técnicas sino sobre
todo en la desconfianza de los mandos hacia la conducta independiente de sus
propias tropas. En el curso de esa guerra avanzó sobremanera la
profesionalización de los ejércitos beligerantes. Después de terminada la
guerra mundial la burguesía en todos los países capitalistas asume la tarea de
la formación de ejércitos profesionales, con soldados dispuestos a ir a
combatir a cualquier parte del mundo sin preguntar por qué.
Por lo
mismo, aunque en la oleada de la revuelta popular europea que se produjo al
término de la guerra hubo la posibilidad, que no plasmó, del establecimiento de
otros gobiernos obreros, después del triunfo de la revolución rusa la
insurrección no proporcionó nuevos triunfos para el proletariado.
En los
años 20, en Estonia, en Bulgaria, en Alemania, en Indonesia y en China (incluso
en Brasil en los años 30, y hasta en Chile, con los hechos de Copiapó) los
partidos comunistas impulsaron insurrecciones que terminaron en el fracaso. Si
nos remitimos a los análisis de la época encontramos que las causas del fracaso
se achacan a circunstancias técnicas, a correlación de fuerzas, a no haber
elegido adecuadamente el momento; sin embargo, todos los relatos contienen el
hecho esencial, no considerado como determinante, que no se logró fracturar al
ejército.
A
partir de los años treinta el estalinismo hará un nuevo giro en su política de
alianzas, promoviendo la alianza con sectores burgueses presuntamente
progresistas, los Frentes Populares. La táctica aquí vuelve a ser la denostada
táctica de la socialdemocracia: la lucha electoral y parlamentaria. En Chile,
el estalinismo participó en los gobiernos frente-populistas durante alrededor
de diez años, hasta que sus aliados radicales lo pusieron fuera de la ley.
Aunque para el sentido común pudiera parecer que la participación de los
partidos obreros –incluso reformistas- en gobiernos burgueses es una
oportunidad para dar carácter progresista a esos gobiernos y ayudar a resolver
los problemas inmediatos más urgentes de la clase obrera y el pueblo, lo que
ocurre en esos casos es que el gobierno "progresista" expresa una
alianza de clase que excluye a sectores importantes del pueblo y, por tanto, en
lugar de unir a los trabajadores incrementa sus grados de división. Así
ocurrió, por ejemplo, con los gobiernos del Frente Popular en Chile, cuando la
alianza entre la burguesía industrial, las capas medias funcionarias y el
proletariado de la minería y la industria excluyó al campesinado e impidió la
sindicalización campesina.
Luego,
en los años cincuenta, los partidos comunistas levantarán para América latina
con exclusividad la táctica de la lucha electoral en la búsqueda de la alianza
con sectores burgueses. De este modo, a la política de coexistencia pacífica
entre bloques, propugnada en el plano internacional por la Unión Soviética,
sumarán la vía pacífica al socialismo.
Sin
embargo, en otras latitudes, los movimientos de liberación nacional y las
luchas revolucionarias habían logrado nuevos éxitos en la medida que habían
desarrollado unos procesos de lucha en los que desde un comienzo (muchas veces
presionados por la represión) habían combinado los procedimientos clásicos de
la lucha de masas con las acciones armadas. Así en China, luego de las derrotas
en las insurrecciones de Cantón y Shangai, el partido comunista debió replegar
sus fuerzas y desarrollar una guerra prolongada en cuyo curso se fue formando
una capacidad militar del pueblo de tal magnitud que fue decisiva para
enfrentar la invasión japonesa y luego asumir el poder. Algo similar ocurre en
Vietnam donde en los cincuenta es derrotado el colonialismo por una fuerza
social cuya capacidad militar se había forjado en décadas de lucha.
En
estos casos, como en los procesos de descolonización del África que se viven
durante las dos décadas siguientes al término de la segunda guerra mundial, el
triunfo de las revoluciones (de liberación o socialistas) no es el producto de
un quiebre del ejército adversario y del fortalecimiento repentino de la
capacidad de decisión militar de las fuerzas populares, sino que es el fruto de
un largo proceso de construcción de la capacidad militar y la fuerza armada
propia del pueblo.
Como en
estos casos se enfrenta una fuerza débil, pero que espera fortalecerse en el
futuro, con un enemigo poderoso, el enfrentamiento asume durante la mayor parte
de su desarrollo el carácter de una defensiva estratégica y, por ende, la forma
fundamental (no exclusiva) de lucha armada es en un comienzo la de la guerra de
guerrillas. En ese proceso, en la medida que se van liberando zonas sociales y
geográficas en las que el enemigo no es capaz de penetrar, se conforma, como
parte del surgimiento de un nuevo poder, una fuerza armada con crecientes
características de ejército regular.
En la
generalidad de los casos, el momento decisivo de la lucha por el poder se
resuelve con un levantamiento generalizado del pueblo, pero ahora la
insurrección se apoya no en una fracción desgajada del ejército burgués sino en
sus propias fuerzas armadas revolucionarias. Esta forma de enfrentar el
problema del poder tuvo en América latina un gran auge después del triunfo de
la revolución cubana, aunque no es ese triunfo lo único que influye. En las
discusiones y conceptualizaciones de los revolucionarios chilenos de los
sesenta hay tres fenómenos que tienen una gran influencia: la revolución cubana
como ejemplo de que era posible en nuestro continente llevar adelante una
revolución proletaria, la revolución argelina como ejemplo de una lucha de
liberación victoriosa contra un enemigo infinitamente más poderoso, la disputa
chino-soviética que ponía de relieve el ejemplo de lucha de la revolución china
como un proceso más complejo en el que aparecía más nítida la construcción de
la fuerza militar de la revolución proletaria.
Es
cierto que parte de la nueva izquierda revolucionaria chilena y latinoamericana
no vio de todo esto mucho más que una caricatura guerrillerista y foquista de
la revolución cubana. Los escritos de Regis Debray (impulsados por la debilidad
teórica de los revolucionarios cubanos, ya en franco proceso de derrota a manos
del reformismo) ayudaron poderosamente a incentivar esta concepción foquista
que, en lugar de discutir los objetivos programáticos y las concepciones
políticas de la izquierda tradicional, consideraba suficiente impulsar un foco
guerrillero, creyendo que en la medida que la guerrilla se consolidara, el
reformismo se iba a transustanciar en un apoyo para la lucha revolucionaria.
Así, en Perú, en Bolivia y en otros países del continente se formaron pequeñas
organizaciones que emprendieron rápidamente la senda del monte si darse el
trabajo previo de desarrollarse en el seno de las masas.
En
Chile, la discusión de Enríquez con las tentaciones foquistas fue constante.
Incluso dentro del propio MIR no faltaban quienes consideraban que el defecto
fundamental de la izquierda tradicional era tan sólo la falta de decisión en
asumir la lucha armada y que, por tanto, subvaloraban las diferencias
programáticas y estratégicas. Más de un grupo se fue del MIR en los sesenta
porque consideraba que Enríquez y la dirección postergaban innecesariamente el
inicio de la lucha armada.
En
otros países, sin embargo, surgieron organizaciones que, ya sea como producto
de una reflexión previa, ya sea gracias a una notable capacidad de asimilar las
experiencias de los primeros golpes represivos, intentaron establecer formas de
lucha armada en el seno de la propia lucha de masas, asumiendo principalmente,
por tanto, el carácter de acciones urbanas o semiurbanas. El conocimiento
histórico y la experiencia contemporánea nutrió la concepción estratégica de
Enríquez de manera tal que en 1965 presenta al Congreso Constituyente del MIR
algo que era una absoluta novedad para un congreso de una organización
política: una tesis político militar que explicitaba las concepciones
estratégicas de la nueva organización y que se denominaba "La conquista
del poder por la vía insurreccional".
En
síntesis, luego de discutir la tesis reformista de que Chile era un país tan
excepcional en América latina que aquí, a diferencia del resto del continente,
no se podía hacer lucha armada, Enríquez planteaba la necesidad de la violencia
para la conquista del poder por el proletariado y mostraba los dos modelos
históricos de esa lucha armada: el modelo insurreccional y el de la guerra
prolongada.
Sobre
la base de ese análisis Enríquez caracterizaba la lucha revolucionaria en Chile
como una guerra revolucionaria de carácter prolongado, que se desarrollaría
como parte del proceso de construcción de una capacidad de lucha del
proletariado y el pueblo en los diversos ámbitos de la lucha de clases, y que
culminaría con una insurrección de todo el pueblo en la cual el ejército
revolucionario tendría un papel central.
Esta
concepción básica se sostiene y desarrolla durante los siguientes nueve años de
acción política de Enríquez. En ese desarrollo fueron surgiendo conceptos más
precisos, como el de fuerza social revolucionaria, para caracterizar el agente
y producto de la lucha revolucionaria; se fueron precisando las características
concretas de diversas formas de acción armada de masas; se fue valorando de
manera más precisa la utilización revolucionaria de los momentos de expansión
de las libertades democráticas para avanzar a pasos agigantados en la
construcción de la fuerza social revolucionaria; se precisó, y desarrolló, el
rol del trabajo político revolucionario en el seno de las fuerzas armadas
burguesas; etc.
Más
allá de estos desarrollos, cuya explicación requeriría introducirse en una
discusión detallada, es importante precisar que la experiencia de la
agudización de la lucha de clases durante el gobierno de Allende, permitió a
Enríquez y la dirección del MIR recuperar y aplicar herramientas de análisis
político vitales para una correcta apreciación del momento estratégico y de las
tareas de la táctica.
En los
análisis e informes que Enríquez y la dirección del MIR hacen en 1971 y 1972,
en lugar de recurrir a las etiquetas y a las identificaciones políticas obvias
de los protagonistas principales, se cobra conciencia de que esos protagonistas
expresan fuerzas sociales cuya caracterización se va logrando en forma
paulatina en la medida que se expresan en el terreno de la lucha de clases. Por
ello se construye una metodología de análisis de esas expresiones de la lucha
de clases que permita reconstruir sin distorsiones el proceso efectivo de las
luchas sociales.
Dicho
en términos sencillos. Una visión marxista simplista partiría por reconocer la
existencia de diversas clases sociales y, sobre esa "base", de
fuerzas políticas que representan a esas clases. A lo más se podría considerar
que algunas de esas fuerzas políticas expresan un cierto abanico policlasista,
pero siempre representan fundamentalmente una de esas clases o sectores de
clase mientras que los otros sectores representados son aliados, generalmente
en posición subordinada. La oleada estructuralista –esencialmente reaccionaria
y antidialéctica- del marxismo europeo de los sesenta fortaleció esos análisis
dándoles una apariencia cientificista.
Pero
cuando Enríquez y la dirección del MIR tratan de entender lo que está
ocurriendo entre 1970 y 1973, advierten que en la lucha de clases real los
enfrentamientos sociales y políticos tienen una complejidad que escapa a los
estrechos límites de los análisis estructuralistas. Lo que hay en presencia son
fuerzas sociales vivas que se expresan en los diversos campos de la lucha de
clases (económico, político, ideológico) y que recubren, todas, a una
diversidad de sectores de clase.
Dicho
de otro modo, la sociedad no está de buenas a primeras fragmentada entre los de
arriba y los de abajo. Por ejemplo, la candidatura de Alessandri en 1970
expresaba a algunos sectores populares del mismo modo que la candidatura de
Allende expresaba a algunos sectores burgueses. Es tarea precisamente de los
revolucionarios el conducir la lucha de clases del proletariado y el pueblo de
modo que la polarización social adquiera el carácter de una polarización
clasista, que las luchas sociales y políticas aparezcan como una lucha de
clases plenamente desarrollada.
En los
periodos de desarrollo lento de la historia, en que las fuerzas sociales
evolucionan pausadamente, es posible caracterizarlas a partir de sus
expresiones políticas. Por ejemplo, todavía a fines de los sesenta era posible
entender las luchas políticas a partir de los enfrentamientos entre tres
bandos: la derecha, la democracia cristiana y la unidad popular. Pero cuando la
lucha de clases se agudiza, clases y representaciones son atravesadas por
transformaciones tales que las etiquetas establecidas ya dicen poco y surgen
procesos sociales que parecen carecer de explicación.
Por
ejemplo, si se supone que los enfrentamientos políticos entre la UP y sus
adversarios expresan los enfrentamientos entre el pueblo y las clases
dominantes, entonces hay poco espacio para comprender los enfrentamientos entre
la UP y el movimiento campesino (reprimido ya desde febrero de 1971), o la
conducta reaccionaria y pro golpista de los obreros del cobre (teóricamente
favorecidos con la única medida transformadora de la UP que ha sobrevivido por
más de 30 años: la nacionalización del cobre), u otros fenómenos del mismo
tipo.
De allí
que los análisis políticos realizados por Enríquez y la dirección del MIR sean
enormemente cuidadosos en la caracterización de las fuerzas sociales que se
enfrentan, y que incluso busquen muy conscientemente denominarlas de la manera
más teórica posible (el jarpismo, el freísmo, el allendismo) de manera de no
inducir con la designación a errores respecto a su real carácter.
Ese
mismo análisis, al caracterizar acertadamente las posiciones de las fuerzas
sociales en presencia y al detectar el surgimiento del núcleo de una fuerza
social revolucionaria, recupera la conceptualización leninista de la
periodización histórica (los periodos de desarrollo rápido y los periodos de
desarrollo lento de la lucha de clases) y al aplicarla a la evolución de la
situación nacional la caracteriza como una situación prerrevolucionaria,
deduciendo de ello las tareas tácticas apropiadas.
El hilo
conductor de estas tareas en la situación prerrevolucionaria es, naturalmente,
la estrategia. Se concibe el desenlace de la situación prerrevolucionaria como
un enfrentamiento, promovido por la reacción, en el cual es prácticamente
imposible que el pueblo pueda salir victorioso; por lo mismo el enfrentamiento
debe ser conducido de manera tal de asegurar que pese a la derrota se puede
continuar la lucha bajo la forma de una guerra revolucionaria prolongada.
Se
tenía esperanzas que los altos grados de conciencia y organización logrados por
el pueblo chileno durante el gobierno de Allende iban a permitir una
resistencia masiva al golpe de estado, con formas semi-insurrecionales de lucha
(desde 1971 se desarrolla, por ejemplo, el concepto de "masa armada")
y que ello podría hacer posible la subsistencia de áreas o localidades como
zonas liberadas bajo el poder popular. Si el nivel alcanzado de desarrollo de
la fuerza social revolucionaria hacía posible este desenlace, el enfrentamiento
al golpe se continuaría de inmediato como guerra revolucionaria.
Sabemos
que ello no fue así, que el golpe de Estado se produjo cuando ya se había
iniciado el reflujo y la resistencia al mismo no tuvo el carácter previsto.
Aunque esto ponía las cosas en plazos más largos, Enríquez no cae en la tentación
foquista o militarista, sino que sigue considerando que el inicio de la guerra
revolucionaria sólo es posible cuando las luchas sociales han generado la
emergencia de una, aunque sea incipiente, fuerza social revolucionaria que se
expresa en los diversos terrenos de la lucha de clases y, como consecuencia de
esa expresión, no como consecuencia de un mero ejercicio de la voluntad de los
revolucionarios, también en el plano de la lucha militar.
Ello no
excluye que la preservación de las condiciones de construcción de la fuerza
social revolucionaria (sea en condiciones de democracia o de dictadura)
implique tanto la defensa armada de los cuadros revolucionarios cuanto la
defensa armada de las acciones de propaganda y agitación, pero se trata en ello
de acciones armadas que no tienen objetivos militares.
Por
eso, Enríquez sigue después del golpe sosteniendo que la estrategia del MIR
está dirigida a construir una fuerza social revolucionaria capaz de iniciar una
guerra revolucionaria y, a partir de esta guerra, construir el ejército
revolucionario del pueblo capaz de derrocar a la dictadura militar, conquistar
el poder para los trabajadores e instaurar un gobierno revolucionario de
obreros y campesinos que complete las tareas de la revolución proletaria. Para
el logro de ese objetivo la mantención y preservación en Chile de los cuadros
revolucionarios era una herramienta esencial.
En el
curso del año 1974, en la medida que el cerco dictatorial hacía más difícil la
relación del MIR con las masas, Enríquez considera necesario preparar las
condiciones para el desarrollo de la propaganda armada, pero poniendo énfasis
en que ello ni implicaba el inicio de la guerra revolucionaria. De esta manera,
incluso en los momentos de derrota, sigue sosteniendo la conceptualización
estratégica de una guerra revolucionaria que no es el fruto de la acción de un
partido sino una forma más de expresión de una fuerza social revolucionaria.
¡ADELANTE CON TODA LA FUERZA!
¡ADELANTE CON TODAS LAS FUERZAS DE LA HISTORIA!
Colectivo Acción Directa CAD –CHILE
Octubre 4 de 2017
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