LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Y EL JUEGO ELECTORAL: ¿LEGÍTIMA SEDUCCIÓN O SEÑUELO FATAL?
Carlos
Sandoval Ambiado[1]
Palabras
previas
El ingreso de varios dirigentes sociales y territoriales
al “torneo” electoral impresiona (a primera vista) como un viraje hacia la
institucionalidad o, dicho de forma distinta, cooptados por el sistema. Se
reclama, de forma reiterada, que esta opción resulta contradictoria con lo que
estos dirigentes habrían levantado como banderas de lucha: la confrontación
directa con el andamiaje institucional. Los matices
en estas candidaturas hacen aún más compleja la posibilidad de comprender
este fenómeno. No es suficiente explicarlo alegando la sempiterna mochila del
republicanismo o la actitud manipuladora de los partidos políticos.
La historia nos enseña --- insistentemente --- que estas circunstancias
son recurrentes en el quehacer político. De hecho, uno de los movimientos
sociales más contundente de la historia nacional (las mancomunales) concluyó como
espacio social de influjo y/o conducción de partidos políticos como el Demócrata
(de Malaquías Concha) o el Socialista (de Recabarren)
No muy distinto ocurrió con las grandes centrales obreras
(federadas, únicas y unitarias) que se convirtieron en botines de lucha
político partidista que, en ocasiones, adquirió visos de fratricidas[2]. Durante el período de
propuestas revolucionarias (1965-1973) se instalan en la vida nacional varios
movimientos sociales de perfil rupturista.
La legitimidad de estas organizaciones se construyó luchando por reivindicaciones básicas como la vivienda, la tierra para el campesino, el derecho a la educación, la participación en la dirección de las industrias, etc. Políticamente, para algunos eran promotores y parte de un poder alternativo “al poder burgués”; para otros (mezquinamente) “canteras de cuadros revolucionarios” y no pocos (con pintoresco lenguaje) los motejaron de “termocéfalos y contrarrevolucionarios”. Fuera de toda calificación o desdoro lo que es innegable fue la actuación y preocupación política que despertaron.
La legitimidad de estas organizaciones se construyó luchando por reivindicaciones básicas como la vivienda, la tierra para el campesino, el derecho a la educación, la participación en la dirección de las industrias, etc. Políticamente, para algunos eran promotores y parte de un poder alternativo “al poder burgués”; para otros (mezquinamente) “canteras de cuadros revolucionarios” y no pocos (con pintoresco lenguaje) los motejaron de “termocéfalos y contrarrevolucionarios”. Fuera de toda calificación o desdoro lo que es innegable fue la actuación y preocupación política que despertaron.
Por otra parte la historia de lucha por la democracia y
desplazamiento de la dictadura, muestra el enorme gasto experimentado por las organizaciones sociales y, una vez más,
la capitalización hecha por los partidos políticos, en esta ocasión por los
agrupados en la Concertación. Recordar, por ejemplo, la incansable tarea de las
organizaciones de familiares de víctimas de la represión; la resistencia
callejera de los pobladores (especialmente los jóvenes); la insistente
visibilización estudiantil y, probablemente con menos intensidad, los esfuerzos
sindicales por recuperar derechos históricos.
Una vez concluido el proceso de desplazamiento
dictatorial, al mundo social se le llamó a actuar responsablemente, proceder apegado
a un realismo casi pragmático y
optando por conformarse sólo “con lo
posible”, lo que se lograría solo con exhaustivas negociaciones con
prescindencia de las “masas”; es
decir las organizaciones sociales (tanto formales como de hecho) debían estar
ausentes, invisibles e inmovilizadas. Y, de ello se encargó la red partidista
avecindada en La Moneda.
Esta situación, de negociación de lo público (de lo
general) encuadrada en la máxima privacidad de los partidos políticos, creó un
período opaco, inmóvil, pétreo hasta los extremos de anquilosarse la política
nacional. Consunción que derivó en desencanto más o menos generalizado en la
sociedad chilena, en purulencias recurrentes de sectores en la elite política,
desprestigio relativo de las instituciones republicanas
y cierto grado de apatía
ciudadana por lo “público, lo que viene a ser un contrasentido.
De esta opacidad se fastidió buena parte de la sociedad
chilena. Este inmovilismo, falto de perspectivas, provocó el rechazo de los
jóvenes, primero el año 2001 (“mochilazo”) luego el 2006 (revolución
“pingüina”) y por último el 2011 (con el movimiento estudiantil).
Pero, ello no implica que sea ésta la década del estallido social chileno. Que los
resultados obtenidos por las movilizaciones estudiantiles fueron más y mejores,
no hay muchas dudas: “caída” (reemplazo) de la LOCE por la LEGE; mejoramiento
(relativo) del financiamiento educacional y, de una u otra forma la “puesta en
superficie” del cuestionamiento a la institucionalidad heredada de la
dictadura.
No podemos olvidar, por ejemplo, la movilización de los
mineros del carbón; el reclamo por sus tierras y resistencia al modelo (algunas
veces aislada) de los mapuches; las incipientes visibilizaciones de la
diversidad sexual; la movilización de los universitarios (con la trágica muerte
de Daniel Menco) por el desfinanciamiento del llamado “fondo solidario”; los
reclamos esporádicos de los trabajadores de la pesca; las cruentas huelgas de
los trabajadores subcontratados en el cobre que terminaron (a pesar de su
privatización) conflictuados con el Estado, etc. Todas y cada una de estas reclamaciones
sociales contribuyeron a cambiar el escenario o, al menos, hacerlo menos hostil
para las pretensiones de los eternamente excluidos.
La visibilización y presión social son procesos con máximas y mínimas[3].
Y, en nuestro pretérito reciente nos encontramos con el apremio social más
intenso de los últimos cuarenta años. La ocurrencia de “caras” distintas, con
alegato rupturista, sin complejos del pasado, propositiva y, sobre todo, con
legitimidad, dio pié para construir esperanzas de transitar hacia una verdadera
democracia.
Pero, la periodicidad electiva nos hace (una y otra vez)
tropezar con la polémica más antigua residente en la izquierda: “votar o no
votar”. Y, en esta ocasión no pudo ser distinto; claro que con una
argumentación más sofisticada: “se está o no con la institucionalidad”;
“seguimos en el mundo social o nos subordinamos a la clase política”;
“participamos del torneo electoral o nos declaramos en huelga electoral”.
Por cierto que, en esta reyerta, reflota la desconfianza
y se acentúa la dispersión levemente morigerada en las jornadas callejeras del
año 2011 y recientes. Vino a atizar el forcejeo la aparición de movimientos y/o
corrientes políticas, encabezadas por algunos de aquellos noveles rostros que
se plantearon el desafío de participar en la institucionalidad (heredada de la
dictadura). Pero lo que azuzó más el cisco interno, fue que un centenario partido
de izquierda, llevase a la arena electoral a varios de aquellos dirigentes
juveniles, de las paradigmáticas luchas estudiantiles del bicentenario.
Nadie que hubiera marchado por “las grandes Alamedas”; o enlutado sus casas; o transitado por las
calles del barrio; o emboscado en un cerro para resistir
las embestidas policiales, pensó que algunos de sus líderes se incluirían en
una candidatura en algunos de los bloques políticos en pugna. Ayer vio unidad
social, hoy ve tensión electoral. Lo que resulta invisible o al menos
impalpable es el objetivo perseguido en su lucha. Frente a este fenómeno las
interrogantes se agolpan. Pero de las muchas que nos podríamos hacer, habrá
una, muy gruesa, que trataremos de responder.
¿Por qué, al final del proceso de lucha social, se
verifica la tendencia a “incorporarse” a la institucionalidad vigente?
Sociedad
popular, ciudadanía y Estado.
El
profesor Salazar nos proporciona algunas reflexiones que, desde nuestra
perspectiva, son extraordinariamente aportativas. Nos muestra que la ciudadanía “detenta
de manera inembargable la soberanía nacional, entonces también los es que su
principal tarea soberana es construir, informada, deliberada y
colectivamente el Estado y el orden social que a ella le parezcan más
convenientes”[4]. Luego
agrega que esta prerrogativa (construir Estado) le es “…exclusiva. Su derecho humano fundamental. Su más trascendental tarea
histórica”[5].
No
obstante, aclara el profesor, que no “siempre” puede llevar adelante (la
ciudadanía) su objetivo porque existirían “grupos fácticos” – militares,
eclesiásticos, políticos, oligárquicos – que, siendo facciones minoritarias, se
apoderan de la soberanía ciudadana por medio de ‘la fuerza’ (armada, moral o
social)”[6].
Aceptamos como verdad de hecho sus afirmaciones. Pero apoyados en esta
aceptación nos hacemos algunas preguntas. Nos interpelamos el cómo y gracias a
qué esos grupos fácticos viabilizan la comentada expropiación. Asimismo nos inquieta saber si todos los ciudadanos y
ciudadanas son iguales. No nos referimos a la supuesta “igualdad ante la ley”,
sino a su capacidad para cumplir con la anunciada “tarea histórica”.
Es el propio historiador citado, quien entrega la respuesta enunciando
que los fácticos (que no son meros
“grupos”) expropian (roban, secuestran o anulan) la soberanía ciudadana por
medio de la fuerza “armada, moral o social” y esta condición (la fuerza) les
permite cumplir con “su” objetivo histórico: la sujeción de la mayoría por
parte de la minoría. Entonces nos queda claro dónde está el problema: es el
contar y usar la “fuerza” para expropiar la soberanía. Entonces una ciudanización efectiva necesita no solo
contar con la fuerza (moral, armada o social) sino además estar dispuesta a
usarla.
A la inversa, no contar con la “fuerza” desnivela la “cancha” ciudadana
se anula la igualdad ciudadana. Más
aún, si se cuenta con la fuerza y no hay voluntad de usarla se producen al
menos dos hechos: negarse a cumplir con la tarea histórica y complicidad en la
castración ciudadana.
Sin perjuicio de lo dicho, debemos transitar cuidadosamente con el
concepto de ciudadanía. Ya, con las consideraciones anteriores, emerge la
preocupación por saber qué connotación tiene el concepto de ciudadanía que, al
parecer, se distancia del de “clase” social para los efectos de representar los
intereses políticos.
La “ciudadanía”, por así decirlo, no puede ser tratada como ficción;
sino como proyección de una realidad concreta, de donde emergen sus elementos
constitutivos. O sea, en lenguaje coloquial, hay que ponerle “carne”, “vida” y
por supuesto “sentimiento”. Dicho esto, nos negamos a hablar de “la”
ciudadanía, como si ésta fuera una, única y uniforme. Muy por el contrario,
debiera ser vista como un amplio y multifacético abanico fenómeno social, con
coincidencias y contradicciones. Difícilmente podríamos encontrar coincidencias
ciudadanas entre la llanura social (cualquiera sea el momento de acumulación
capitalista) con quienes manejan los espacios de poder (moral, social o armado)
Para pocos es desconocido el hecho que los detentores del poder van pauteando las construcciones y ritmos
sociales. Todo ello en función de “su” tarea histórica. Lo hacen desde las
leyes, desde los medios de comunicación, desde sus instituciones, desde el
monopolio de la fuerza expropiatoria, etc. Así, chocamos con una realidad
desigualitaria en todos y cada uno de los nichos de la vida social, trayendo
consigo una disímil ciudadanización. Hay quienes poseen mejores condiciones
para ciudanizarse y en esta propiedad
radica la dificultad de la llanura social (“los de abajo”, las “capas
subalternas”, los “pobres del campo y la ciudad” o cómo quiera llamársele) para
cumplir con “su” tarea histórica: levantarse en poder constituyente. Es decir,
si carece (siguiendo el razonamiento de Salazar) de la fuerza moral, social y
armada, no podrá lograr sus objetivos. O, de forma distinta, nos resignamos a
construir ciudadanía y poder constituyente dialogando y transando el objetivo
de la “tarea histórica”.
La pregunta de “cajón” es a cuánto está dispuesta la élite de
desprenderse de “sus” prerrogativas que nacen de “su” tarea histórica.
Empíricamente vemos que la elite ofrece una brutal resistencia a cualquier
cambio propuesto. Usa todos los instrumentos construidos en su tarea histórica.
Podría ceder (después de mucho forcejear) a implementar transformaciones
gatopardista. Las experiencias recientes así lo indican.
Dicho lo cual nos topamos con el desafío de construir el camino (método)
para cumplir con la tarea ineludible y soberana[7].
Por cierto, no se trata de ofrecer “un atajo a la historia”, pero tampoco
aceptar la “ruta del taxista”. Y, para asumir este reto acudimos (“vicio”
mediante) a la historia popular.
Social,
Político y… ¿electoral?
Hemos crecido, especialmente en el mundo “cristiano”,
bajo la frase fatalista (y machista) de que “el hombre propone y Dios dispone”. Nos hemos acostumbrado que
durante las tensiones y conflictos sean los movimientos sociales y sus
organizaciones las que deban avanzar con “propuestas” ante los demandados, en
nuestro caso la poliarquía en su totalidad. Estas exigencias deben ser
estudiadas, probablemente negociadas (de no hacerse impresionaría como irracional) y obviamente “ajustadas” a
la realidad por parte de los administradores del Estado.
Este raciocinio parece haber convertido la política en un
ejercicio divino: el pueblo propone y los gobernantes disponen. Probablemente,
parte del “pecado original” (de esta situación) esté en haber confundido,
durante la lucha antidictatorial, el legitimar la actividad política con la
exigencia de restaurar la democracia[8]. La actividad política no
es sinónimo de democracia; de hecho los gobiernos autoritarios, dictatoriales y
tiránicos realizan un fuerte activismo político y, si éste involucra a “las
masas”, tanto mejor. De lo contrario no podrían sostenerse mucho tiempo en el
poder. En el caso chileno esta confusión se alimentó con el constante discurso
descalificador de la política y de “los señores políticos” que realizó, desde
el primer minuto, la dictadura.
Amén de lo dicho, debemos agregar que representa un
estilo autoritario del ejercicio político y cambiarlo sería uno de los desafíos
asumibles por la llanura social. En esta perspectiva se instaló la idea-fuerza
de autonomía y diversidad en la reflexión y práctica de los movimientos
sociales, sectoriales y territoriales.
Sabemos que, al menos, desde mediados de la década de los
sesenta, se hizo preocupación política (en parte de las izquierdas nativas) discutir
la viabilidad y eficacia de lo electoral. Se asentó no por su iniciativa, sino
cómo réplica a la agenda votante del
Estado en la que participaba la otra
izquierda. Y, esta discusión, incluso, se elevó a “cuestión de principios”. Podría
pensarse, por la intensidad de la polémica, que fue (es) de por sí, un triunfo
de la institucionalidad. Si realmente no importaran los carriles electorales
del Estado, se ignoraría el asunto. No obstante se hace y, muchas veces, con
extrema pasión como si del laurel en la polémica, dependiera la cristalización
de la propuesta propia.
Es necesario caracterizar (aunque sea brevemente) esta
reyerta político-ideológica. En primer lugar creemos que involucra a una pequeña
fracción de la sociedad politizada. Debemos reconocer, muy a nuestro pesar, que
el avance cultural del neoliberalismo, ha ido despolitizando gradual y
crecientemente a la sociedad en general y a la popular en particular. Incluso,
puede interpretarse que parte del abstencionismo sea expresión de este
fenómeno. Dicho lo cual, más que discutir sobre la validez del electoralismo
cabe el estudiar el cómo re-politizar a la sociedad, especialmente a la llanura
social. Así nos interpela dimensionar la importancia de la actividad electiva
para la (re) politización de las capas populares.
En este mismo sentido no debiéramos confundir empoderamiento con politización. Se nos alega insistentemente que Chile ha cambiado,
que hoy tenemos una sociedad, una ciudadanía, más empoderada. Ello no lo
desconocemos. Efectivamente la percepción generalizada es que la gente rechaza los abusos, pero ello no
necesariamente implica una politización[9]. Ejemplos de la intensificación del reclamo están en las presentaciones
ante organismos como SERNAC o la recurrencia a la Ley de Transparencia. Pero
ello no implica que estemos ante una mayor politización de la sociedad chilena,
ya que esto requiere habilidad y poder (soberanía) para incidir y
construir en “lo público”.
Otro rasgo de la disputa es su escaso influjo en el
acontecer político nacional e impacto en la sociedad popular. No negamos esta
discusión, por el contrario nos hacemos partícipes de ella. El problema
radicaría en la estrechez social a la que está reducida. Si pudiésemos “medir”
la repercusión general de la polémica, probablemente nos encontraríamos con un desconocimiento
más o menos generalizado de las razones, contenidos y conclusiones de la rencilla.
En conexión con este hecho, mencionemos como detonante un sinnúmero de causas,
que van desde el golpe de Estado hasta el predominio del “mercado”. Este “dato
de la causa” es parte del abanico de dificultades en un proceso de (re)
politización. La inquietud está saber si inhibirse ante una contingencia es
contributivo al objetivo. Pensamos que “todo sirve” siempre y cuando contribuya
al objetivo que, en este caso, es la (re)politización de la sociedad popular.
En la coyuntura actual no se puede negar la extensión relativa de la discusión
político-electoral que, incluso, llevó a contrariedades en algunos grupos y
colectivos. La posibilidad de optar (incluyendo la abstención) contribuye a la
politización social. Las distintas alternativas expuestas: nueve candidaturas,
decenas de ofertas parlamentarias, votar nulo, no sufragar y asamblea
constituyente seducen a la discusión. Negarlo sería como el niño que se cubre
los ojos para “no ver ni verse”. La realidad es (así será siempre) distinta a
nuestros deseos e interpretaciones. El arte constructor está en intervenirla
para transformarla al menor costo y tiempo posible. El menoscabo para una
opción de cambio real está en el repliegue pos-coyuntura. Entendemos que lo
hagan quienes conciben los procesos electorales como un fin en sí mismo, al
cual debiera recurrirse periódicamente. Pero no resulta razonable que los
agentes de transformaciones estructurales, entren en un proceso de
ensimismamiento que, a la larga o la corta, los termina agobiando con la
monotonía política, generando reyertas internas hasta su descomposición
organizativa con las consiguientes divisiones y subdivisiones.
Recientemente hemos conocido el clamor unitario
proveniente de un candidato presidencial. Obviamente que las desconfianzas fueron apabullantes. Un llamado a la unidad,
sin un proceso previo de discusión amplia y profunda, es fruto del
espontaneísmo político-electoral que de manera distinta ofrece un “atajo a la
historia”. Más que preocuparse del resultado cuantitativo (pasar a la segunda
vuelta) podríamos centrarnos en cuanto “queda” y para qué sirve. Por ejemplo, preocuparnos
a partir de lo redituado electoralmente por discutir pródigamente un sentido
común básico de unidad y para ello dibujar un evento convencional que convoque
a las fuerzas sociales y políticas alternativas y rupturistas con el sistema.
Este podría ser un camino de politización continua que condujera a posiciones
relevante a escala nacional.
A
mayor abundamiento, Sydney Tarrow explicó la mutación del movimiento social a organización
política[10] diciendo que la dinámica movimientista tiene una lógica
que, en términos esquemáticos e interpretado libremente, consistiría en que los
movimientos organizan manifestaciones amplias, de gran concurrencia, los
gobiernos (a pesar de la ley favorable) se ven obligados a escucharlos y,
aunque parcialmente, acceden a las demandas. Este éxito (relativo) repercute en
las adhesiones generando expectativas impulsoras o provocadoras a una expresión
política más incidente (en tiempo y espacio) en el quehacer político nacional. Aparentemente, la experiencia
boliviana con el “MAS” arribando al gobierno, daría razón y esperanzas a esta
tesis así como algunos movimientistas. No obstante lo dicho suele pensarse que
lo “social” y lo “político” sean acciones y preocupaciones divergentes. Desde
nuestra perspectiva esto es una falacia. Muy por el contrario, lo uno y lo otro
son parte de un mismo mundo, de un mismo sujeto. La dicotomía no hace otra cosa
que engendrar una elite gobernante que concibe, decide y obliga. Dicho lo cual,
separar la actividad social de la preocupación política, no hace otra cosa que
estrechar la democracia, obligando a los movimientos sociales a tensionar este
escenario con el fin de ensancharlo y así darle paso a uno de los factores
sustantivos de una democracia real: la participación que viene a ser como la
negación de la representación y/o delegación.
Volviendo la mirada hacia
nuestra realidad, observamos que buena parte de “las izquierdas” nativas
tienden a convertir posibilidades
políticas en paradigmas indiscutibles. Hemos (muchos) experimentado la
sensación de “toparnos de frente” con la solución (¿herramienta o fin?) a los
problemas de la clase popular[11].
Hemos transitado desde la sacralidad partidista hasta el mesianismo
“vanguardista” pasando (recientemente) por una suerte de chamanismo movimientista. Los optantes de una u otra alternativa defienden sus logros,
con una dialéctica casi irrefutable, a partir del fracasos de los demás. Y así
y todo, al parecer, es posible verificar éxitos y fiascos en uno u otro. Es
decir, como toda obra humana, el quehacer político como un algo siempre
perfectible.
En décadas recientes hemos visto
significativas expresiones estudiantiles de perfil movimientistas que
despertaron entusiasmo y temores. Han sido probablemente las más visibles por
su masividad y ruido: el “mochilazo” (2001); la “revolución pingüina” (2006) y
la “primavera del Chile joven” (2011). No obstante ellas no fueron todas, hubo
otras y posiblemente más trascendentes,
por obedecer a expresiones de “la” clase: las huelgas, marchas y tomas de los
subcontratistas de CODELCO; la rebeldía de los pescadores artesanales por la
Ley “Longueira”, expresada en “cortes” de rutas; la lucha sindical de
trabajadores forestales; las tomas de inmuebles desocupados; etc. A lo anterior
sumemos las huelgas “legales” del sector privado y las “ilegales” (pero
legítimas) del sector público.
Varias de estas
manifestaciones sociales, que podrían interpretarse como resistencia
anti-neoliberal, tienen un piso común: se hicieron demandando al Estado en la
solución de los problemas. Incluso algunos trabajadores dependientes del mundo
privado (caso subcontratistas) lo interpelaron. Dicho de forma distinta, la
gestación de la demanda estuvo en la base social, con discusión transversal,
inconsulta a la poliarquía, pero dirigida al Estado. Esta situación no anula
(desmejora) el concepto de autonomía; no debería analizarse (o juzgarse) con purismo conceptual, la sociedad en
general se compone o verifica de matices, la sociedad popular los tiene aun más
abundantes.
Por su parte, la historia nos
muestra (ya lo dijimos) que los movimientos sociales refieren recurrentemente
al Estado o a la institucionalidad. Pero ello no los convirtió en
reaccionarios, o sistémico (sería un contrasentido). Por el contrario,
terminaron como partícipes directos en los alzamientos revolucionarios.
No obstante, en esta lógica de
referencia estatal (o sistémica) se encuentra un logro que no es menor: los
éxitos (parciales) contribuyen a generar confianza en el movimiento;
certidumbre de que es posible resolver dificultades desde “lo propio”. La
gravitación socio-política actual de los movimientos sociales, especialmente el
de los estudiantes universitarios, da cuenta de esta acumulación de fuerzas.
Dicho de forma distinta, no
habría existido candidaturas “autónomas” ni “demócrata-revolucionarias” si la
sociedad juvenil-estudiantil no hubiese hecho el gasto movilizador de los años
“06” y “11”. Pero estos avances son estrechos, desiguales y a veces
contradictorios con otros “mundos” juveniles. Así, por ejemplo, las disensiones
intra-estudiantes son evidentes y riesgosas no solo entre los secundarios y
universitarios, sino igualmente entre los primeros. Probablemente sería reflejo
de la manida diversidad de los movimientos
sociales que termina proyectándose como división y dispersión de las fuerzas
sociales, declaradamente anti-neoliberal.
La situación de la juventud
poblacional también es compleja, posiblemente sean ella la más despolitizada. A
pesar de su historia en la lucha anti-dictatorial, el movimiento
poblacional-juvenil no muestra una reactivación considerable. Indudablemente
este segmento social es uno de los más golpeado por el modelo económico. Baste
recordar los índices de cesantía para avalar nuestra afirmación. Dado este dato
podría concluirse que el joven de población debiera ser cultivo de la
irritación social, no obstante ello no ocurre. Las causas son múltiples y
diversas; van desde la condición de extrema marginalidad a la que están
sometidos, hasta los vicios sociales de los que son víctimas, amén de la
estigmatización impuesta por el sistema. A la desocupación se suman la
precariedad laboral y, especialmente, el alto número de jóvenes que están
endeudados con casas comerciales y sistema financiero[12] y no precisamente en
deudas por educación. Así, nos topamos de frente con jóvenes en condiciones de
extrema alienación, que creen resolver sus problemas socio-culturales y
económicos por el camino individual.
No obstante, existe en los
sectores juveniles poblacionales, aunque menores, grupos y organizaciones
sociales que dan cuenta, de una sugestiva politización basada en la
auto-educación y auto-gestión productiva. No obstante, su tendencia a la
autonomía, concluyen con sus peticiones y demandas dirigiéndose al Estado y al
sistema político en general. Más aún, varios de los actuales candidatos
reconocen origen vital y social en el ámbito de las poblaciones populares.
Vista esta realidad deberíamos
entender que lo “social”, aunque enarbole banderas de autonomía, concluye
expresándose en lo “político” y, como forma de avanzar en ello, no desdeña las
coyunturas electorales. La historia pretérita (Recabarren) y la reciente (candidatos
movimientistas) nos revelan este hecho.
La Florida,
primavera del 2013
[2] No olvidemos la división a que fue llevada
la Central de Trabajadores de Chile a
mediados del siglo XX por la disputa entre socialistas y comunistas.
[3] Gabriel Salazar conceptualiza este fenómeno
como “emergencias” y “subsidencias” para referirse a aquellos momentos en que
el “movimiento social popular” irrumpe “en el espacio público” o “desaparece”
del escenario público. Ver en Capital Social y políticas públicas en Chile,
volumen I. Serie Políticas Sociales, Nº 55. CEPAL-ECLAC. Año 2001.
[4] Cuando la ciudadanía
construyó Estado. Gabriel Salazar Vergara. Publicado en La Nación Domingo, semana 13 al 19 de
diciembre de 2009.
[5] Óp. Cit.
[6] Óp. Cit.
[8] La erosión de los mapas mentales. Obras Escogidas de
Norbert Lechner, página 491. Editorial LOM, año 2006.
[9] Rigurosamente hablando el empoderamiento es una
“delegación” de poder de arriba hacia abajo con el fin de hacer “sentir” al subordinado
que es dueño de su trabajo (y de su destino) y para ello debe estar informado
de sus derechos, deberes, de los procesos y de sus resultados. El profesor Castri define
empowerment diciendo que “es dar y
adquirir en forma continua y permanente el poder del conocimiento. No se trata
de poder político o administrativo, sino de “conocimiento”, lo que es
característico, intrínseco y propio de la sociedad en que ya vivimos, la
sociedad de la información y del conocimiento…”La hora del Empowerment o el
Poder del Conocimiento.
Profesor Francesco di Castri. Ambiente-94. www.revista-ambiente.com.ar
[11] Usamos la idea de “clase popular”, más allá de sus
especificidades internas, para referirnos a todos aquellos y aquellas que están
desprovistos del poder económico sacralizado por el concepto de propiedad
privada.
[12] Recientemente un
directivo de INJUV declaró a TVN que existía un 37% de jóvenes endeudados en
créditos de consumo.
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