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lunes, 11 de noviembre de 2013

LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Y EL JUEGO ELECTORAL: ¿LEGÍTIMA SEDUCCIÓN O SEÑUELO FATAL? CARLOS SANDOVAL AMBIADO.


LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Y EL JUEGO ELECTORAL: ¿LEGÍTIMA SEDUCCIÓN O SEÑUELO FATAL?
                                                                                  Carlos Sandoval Ambiado[1]

Palabras previas
El ingreso de varios dirigentes sociales y territoriales al “torneo” electoral impresiona (a primera vista) como un viraje hacia la institucionalidad o, dicho de forma distinta, cooptados por el sistema. Se reclama, de forma reiterada, que esta opción resulta contradictoria con lo que estos dirigentes habrían levantado como banderas de lucha: la confrontación directa con el andamiaje institucional. Los matices en estas candidaturas hacen aún más compleja la posibilidad de comprender este fenómeno. No es suficiente explicarlo alegando la sempiterna mochila del republicanismo o la actitud manipuladora de los partidos políticos.
La historia nos enseña --- insistentemente --- que estas circunstancias son recurrentes en el quehacer político. De hecho, uno de los movimientos sociales más contundente de la historia nacional (las mancomunales) concluyó como espacio social de influjo y/o conducción de partidos políticos como el Demócrata (de Malaquías Concha) o el Socialista (de Recabarren)
No muy distinto ocurrió con las grandes centrales obreras (federadas, únicas y unitarias) que se convirtieron en botines de lucha político partidista que, en ocasiones, adquirió visos de fratricidas[2]. Durante el período de propuestas revolucionarias (1965-1973) se instalan en la vida nacional varios movimientos sociales de perfil rupturista. 


La legitimidad de estas organizaciones se construyó luchando por reivindicaciones básicas como la vivienda, la tierra para el campesino, el derecho a la educación, la participación en la dirección de las industrias, etc. Políticamente, para algunos eran promotores y parte de un poder alternativo “al poder burgués”; para otros (mezquinamente) “canteras de cuadros revolucionarios” y no pocos (con pintoresco lenguaje) los motejaron de “termocéfalos y contrarrevolucionarios”. Fuera de toda calificación o desdoro lo que es innegable fue la actuación y preocupación política que despertaron.
Por otra parte la historia de lucha por la democracia y desplazamiento de la dictadura, muestra el enorme gasto experimentado por las organizaciones sociales y, una vez más, la capitalización hecha por los partidos políticos, en esta ocasión por los agrupados en la Concertación. Recordar, por ejemplo, la incansable tarea de las organizaciones de familiares de víctimas de la represión; la resistencia callejera de los pobladores (especialmente los jóvenes); la insistente visibilización estudiantil y, probablemente con menos intensidad, los esfuerzos sindicales por recuperar derechos históricos.
Una vez concluido el proceso de desplazamiento dictatorial, al mundo social se le llamó a actuar responsablemente, proceder apegado a un realismo casi pragmático y optando por conformarse sólo “con lo posible”, lo que se lograría solo con exhaustivas negociaciones con prescindencia de las “masas”; es decir las organizaciones sociales (tanto formales como de hecho) debían estar ausentes, invisibles e inmovilizadas. Y, de ello se encargó la red partidista avecindada en La Moneda.
Esta situación, de negociación de lo público (de lo general) encuadrada en la máxima privacidad de los partidos políticos, creó un período opaco, inmóvil, pétreo hasta los extremos de anquilosarse la política nacional. Consunción que derivó en desencanto más o menos generalizado en la sociedad chilena, en purulencias recurrentes de sectores en la elite política, desprestigio relativo de las instituciones republicanas y cierto grado de apatía ciudadana por lo “público, lo que viene a ser un contrasentido.
De esta opacidad se fastidió buena parte de la sociedad chilena. Este inmovilismo, falto de perspectivas, provocó el rechazo de los jóvenes, primero el año 2001 (“mochilazo”) luego el 2006 (revolución “pingüina”) y por último el 2011 (con el movimiento estudiantil).
Pero, ello no implica que sea ésta la década del estallido social chileno. Que los resultados obtenidos por las movilizaciones estudiantiles fueron más y mejores, no hay muchas dudas: “caída” (reemplazo) de la LOCE por la LEGE; mejoramiento (relativo) del financiamiento educacional y, de una u otra forma la “puesta en superficie” del cuestionamiento a la institucionalidad heredada de la dictadura.
No podemos olvidar, por ejemplo, la movilización de los mineros del carbón; el reclamo por sus tierras y resistencia al modelo (algunas veces aislada) de los mapuches; las incipientes visibilizaciones de la diversidad sexual; la movilización de los universitarios (con la trágica muerte de Daniel Menco) por el desfinanciamiento del llamado “fondo solidario”; los reclamos esporádicos de los trabajadores de la pesca; las cruentas huelgas de los trabajadores subcontratados en el cobre que terminaron (a pesar de su privatización) conflictuados con el Estado, etc. Todas y cada una de estas reclamaciones sociales contribuyeron a cambiar el escenario o, al menos, hacerlo menos hostil para las pretensiones de los eternamente excluidos.
La visibilización y presión social son procesos con máximas y mínimas[3]. Y, en nuestro pretérito reciente nos encontramos con el apremio social más intenso de los últimos cuarenta años. La ocurrencia de “caras” distintas, con alegato rupturista, sin complejos del pasado, propositiva y, sobre todo, con legitimidad, dio pié para construir esperanzas de transitar hacia una verdadera democracia.
Pero, la periodicidad electiva nos hace (una y otra vez) tropezar con la polémica más antigua residente en la izquierda: “votar o no votar”. Y, en esta ocasión no pudo ser distinto; claro que con una argumentación más sofisticada: “se está o no con la institucionalidad”; “seguimos en el mundo social o nos subordinamos a la clase política”; “participamos del torneo electoral o nos declaramos en huelga electoral”.
Por cierto que, en esta reyerta, reflota la desconfianza y se acentúa la dispersión levemente morigerada en las jornadas callejeras del año 2011 y recientes. Vino a atizar el forcejeo la aparición de movimientos y/o corrientes políticas, encabezadas por algunos de aquellos noveles rostros que se plantearon el desafío de participar en la institucionalidad (heredada de la dictadura). Pero lo que azuzó más el cisco interno, fue que un centenario partido de izquierda, llevase a la arena electoral a varios de aquellos dirigentes juveniles, de las paradigmáticas luchas estudiantiles del bicentenario.  
Nadie que hubiera marchado por “las grandes Alamedas”; o enlutado sus casas; o transitado por las calles del barrio; o emboscado en un cerro para resistir las embestidas policiales, pensó que algunos de sus líderes se incluirían en una candidatura en algunos de los bloques políticos en pugna. Ayer vio unidad social, hoy ve tensión electoral. Lo que resulta invisible o al menos impalpable es el objetivo perseguido en su lucha. Frente a este fenómeno las interrogantes se agolpan. Pero de las muchas que nos podríamos hacer, habrá una, muy gruesa, que trataremos de responder.
¿Por qué, al final del proceso de lucha social, se verifica la tendencia a “incorporarse” a la institucionalidad vigente?
Sociedad popular, ciudadanía y Estado.
El profesor Salazar nos proporciona algunas reflexiones que, desde nuestra perspectiva, son extraordinariamente aportativas. Nos muestra que la ciudadanía “detenta de manera inembargable la soberanía nacional, entonces también los es que su principal tarea soberana es construir, informada, deliberada y colectivamente el Estado y el orden social que a ella le parezcan más convenientes[4]. Luego agrega que esta prerrogativa (construir Estado) le es “…exclusiva. Su derecho humano fundamental. Su más trascendental tarea histórica[5].
No obstante, aclara el profesor, que no “siempre” puede llevar adelante (la ciudadanía) su objetivo porque existirían grupos fácticos” – militares, eclesiásticos, políticos, oligárquicos – que, siendo facciones minoritarias, se apoderan de la soberanía ciudadana por medio de ‘la fuerza’ (armada, moral o social)[6].
Aceptamos como verdad de hecho sus afirmaciones. Pero apoyados en esta aceptación nos hacemos algunas preguntas. Nos interpelamos el cómo y gracias a qué esos grupos fácticos viabilizan la comentada expropiación. Asimismo nos inquieta saber si todos los ciudadanos y ciudadanas son iguales. No nos referimos a la supuesta “igualdad ante la ley”, sino a su capacidad para cumplir con la anunciada “tarea histórica”.
Es el propio historiador citado, quien entrega la respuesta enunciando que los fácticos (que no son meros “grupos”) expropian (roban, secuestran o anulan) la soberanía ciudadana por medio de la fuerza “armada, moral o social” y esta condición (la fuerza) les permite cumplir con “su” objetivo histórico: la sujeción de la mayoría por parte de la minoría. Entonces nos queda claro dónde está el problema: es el contar y usar la “fuerza” para expropiar la soberanía. Entonces una ciudanización efectiva necesita no solo contar con la fuerza (moral, armada o social) sino además estar dispuesta a usarla.
A la inversa, no contar con la “fuerza” desnivela la “cancha” ciudadana se anula la igualdad ciudadana. Más aún, si se cuenta con la fuerza y no hay voluntad de usarla se producen al menos dos hechos: negarse a cumplir con la tarea histórica y complicidad en la castración ciudadana.
Sin perjuicio de lo dicho, debemos transitar cuidadosamente con el concepto de ciudadanía. Ya, con las consideraciones anteriores, emerge la preocupación por saber qué connotación tiene el concepto de ciudadanía que, al parecer, se distancia del de “clase” social para los efectos de representar los intereses políticos.
La “ciudadanía”, por así decirlo, no puede ser tratada como ficción; sino como proyección de una realidad concreta, de donde emergen sus elementos constitutivos. O sea, en lenguaje coloquial, hay que ponerle “carne”, “vida” y por supuesto “sentimiento”. Dicho esto, nos negamos a hablar de “la” ciudadanía, como si ésta fuera una, única y uniforme. Muy por el contrario, debiera ser vista como un amplio y multifacético abanico fenómeno social, con coincidencias y contradicciones. Difícilmente podríamos encontrar coincidencias ciudadanas entre la llanura social (cualquiera sea el momento de acumulación capitalista) con quienes manejan los espacios de poder (moral, social o armado)
Para pocos es desconocido el hecho que los detentores del poder van pauteando las construcciones y ritmos sociales. Todo ello en función de “su” tarea histórica. Lo hacen desde las leyes, desde los medios de comunicación, desde sus instituciones, desde el monopolio de la fuerza expropiatoria, etc. Así, chocamos con una realidad desigualitaria en todos y cada uno de los nichos de la vida social, trayendo consigo una disímil ciudadanización. Hay quienes poseen mejores condiciones para ciudanizarse y en esta propiedad radica la dificultad de la llanura social (“los de abajo”, las “capas subalternas”, los “pobres del campo y la ciudad” o cómo quiera llamársele) para cumplir con “su” tarea histórica: levantarse en poder constituyente. Es decir, si carece (siguiendo el razonamiento de Salazar) de la fuerza moral, social y armada, no podrá lograr sus objetivos. O, de forma distinta, nos resignamos a construir ciudadanía y poder constituyente dialogando y transando el objetivo de la “tarea histórica”.
La pregunta de “cajón” es a cuánto está dispuesta la élite de desprenderse de “sus” prerrogativas que nacen de “su” tarea histórica. Empíricamente vemos que la elite ofrece una brutal resistencia a cualquier cambio propuesto. Usa todos los instrumentos construidos en su tarea histórica. Podría ceder (después de mucho forcejear) a implementar transformaciones gatopardista. Las experiencias recientes así lo indican.
Dicho lo cual nos topamos con el desafío de construir el camino (método) para cumplir con la tarea ineludible y soberana[7]. Por cierto, no se trata de ofrecer “un atajo a la historia”, pero tampoco aceptar la “ruta del taxista”. Y, para asumir este reto acudimos (“vicio” mediante) a la historia popular.
Social, Político y… ¿electoral?
Hemos crecido, especialmente en el mundo “cristiano”, bajo la frase fatalista (y machista) de que “el hombre propone y Dios dispone”. Nos hemos acostumbrado que durante las tensiones y conflictos sean los movimientos sociales y sus organizaciones las que deban avanzar con “propuestas” ante los demandados, en nuestro caso la poliarquía en su totalidad. Estas exigencias deben ser estudiadas, probablemente negociadas (de no hacerse impresionaría como irracional) y obviamente “ajustadas” a la realidad por parte de los administradores del Estado.
Este raciocinio parece haber convertido la política en un ejercicio divino: el pueblo propone y los gobernantes disponen. Probablemente, parte del “pecado original” (de esta situación) esté en haber confundido, durante la lucha antidictatorial, el legitimar la actividad política con la exigencia de restaurar la democracia[8]. La actividad política no es sinónimo de democracia; de hecho los gobiernos autoritarios, dictatoriales y tiránicos realizan un fuerte activismo político y, si éste involucra a “las masas”, tanto mejor. De lo contrario no podrían sostenerse mucho tiempo en el poder. En el caso chileno esta confusión se alimentó con el constante discurso descalificador de la política y de “los señores políticos” que realizó, desde el primer minuto, la dictadura.
Amén de lo dicho, debemos agregar que representa un estilo autoritario del ejercicio político y cambiarlo sería uno de los desafíos asumibles por la llanura social. En esta perspectiva se instaló la idea-fuerza de autonomía y diversidad en la reflexión y práctica de los movimientos sociales, sectoriales y territoriales.
Sabemos que, al menos, desde mediados de la década de los sesenta, se hizo preocupación política (en parte de las izquierdas nativas) discutir la viabilidad y eficacia de lo electoral. Se asentó no por su iniciativa, sino cómo réplica a la agenda votante del Estado en la que participaba la otra izquierda. Y, esta discusión, incluso, se elevó a “cuestión de principios”. Podría pensarse, por la intensidad de la polémica, que fue (es) de por sí, un triunfo de la institucionalidad. Si realmente no importaran los carriles electorales del Estado, se ignoraría el asunto. No obstante se hace y, muchas veces, con extrema pasión como si del laurel en la polémica, dependiera la cristalización de la propuesta propia.
Es necesario caracterizar (aunque sea brevemente) esta reyerta político-ideológica. En primer lugar creemos que involucra a una pequeña fracción de la sociedad politizada. Debemos reconocer, muy a nuestro pesar, que el avance cultural del neoliberalismo, ha ido despolitizando gradual y crecientemente a la sociedad en general y a la popular en particular. Incluso, puede interpretarse que parte del abstencionismo sea expresión de este fenómeno. Dicho lo cual, más que discutir sobre la validez del electoralismo cabe el estudiar el cómo re-politizar a la sociedad, especialmente a la llanura social. Así nos interpela dimensionar la importancia de la actividad electiva para la (re) politización de las capas populares.
En este mismo sentido no debiéramos confundir empoderamiento con politización. Se nos alega insistentemente que Chile ha cambiado, que hoy tenemos una sociedad, una ciudadanía, más empoderada. Ello no lo desconocemos. Efectivamente la percepción generalizada es que la gente rechaza los abusos, pero ello no necesariamente implica una politización[9]. Ejemplos de la intensificación del reclamo están en las presentaciones ante organismos como SERNAC o la recurrencia a la Ley de Transparencia. Pero ello no implica que estemos ante una mayor politización de la sociedad chilena, ya que esto requiere habilidad y poder (soberanía) para incidir y construir en “lo público”.
Otro rasgo de la disputa es su escaso influjo en el acontecer político nacional e impacto en la sociedad popular. No negamos esta discusión, por el contrario nos hacemos partícipes de ella. El problema radicaría en la estrechez social a la que está reducida. Si pudiésemos “medir” la repercusión general de la polémica, probablemente nos encontraríamos con un desconocimiento más o menos generalizado de las razones, contenidos y conclusiones de la rencilla. En conexión con este hecho, mencionemos como detonante un sinnúmero de causas, que van desde el golpe de Estado hasta el predominio del “mercado”. Este “dato de la causa” es parte del abanico de dificultades en un proceso de (re) politización. La inquietud está saber si inhibirse ante una contingencia es contributivo al objetivo. Pensamos que “todo sirve” siempre y cuando contribuya al objetivo que, en este caso, es la (re)politización de la sociedad popular. En la coyuntura actual no se puede negar la extensión relativa de la discusión político-electoral que, incluso, llevó a contrariedades en algunos grupos y colectivos. La posibilidad de optar (incluyendo la abstención) contribuye a la politización social. Las distintas alternativas expuestas: nueve candidaturas, decenas de ofertas parlamentarias, votar nulo, no sufragar y asamblea constituyente seducen a la discusión. Negarlo sería como el niño que se cubre los ojos para “no ver ni verse”. La realidad es (así será siempre) distinta a nuestros deseos e interpretaciones. El arte constructor está en intervenirla para transformarla al menor costo y tiempo posible. El menoscabo para una opción de cambio real está en el repliegue pos-coyuntura. Entendemos que lo hagan quienes conciben los procesos electorales como un fin en sí mismo, al cual debiera recurrirse periódicamente. Pero no resulta razonable que los agentes de transformaciones estructurales, entren en un proceso de ensimismamiento que, a la larga o la corta, los termina agobiando con la monotonía política, generando reyertas internas hasta su descomposición organizativa con las consiguientes divisiones y subdivisiones.
Recientemente hemos conocido el clamor unitario proveniente de un candidato presidencial. Obviamente que las desconfianzas  fueron apabullantes. Un llamado a la unidad, sin un proceso previo de discusión amplia y profunda, es fruto del espontaneísmo político-electoral que de manera distinta ofrece un “atajo a la historia”. Más que preocuparse del resultado cuantitativo (pasar a la segunda vuelta) podríamos centrarnos en cuanto “queda” y para qué sirve. Por ejemplo, preocuparnos a partir de lo redituado electoralmente por discutir pródigamente un sentido común básico de unidad y para ello dibujar un evento convencional que convoque a las fuerzas sociales y políticas alternativas y rupturistas con el sistema. Este podría ser un camino de politización continua que condujera a posiciones relevante a escala nacional.
A mayor abundamiento, Sydney Tarrow explicó la mutación del movimiento social a organización política[10] diciendo que la dinámica movimientista tiene una lógica que, en términos esquemáticos e interpretado libremente, consistiría en que los movimientos organizan manifestaciones amplias, de gran concurrencia, los gobiernos (a pesar de la ley favorable) se ven obligados a escucharlos y, aunque parcialmente, acceden a las demandas. Este éxito (relativo) repercute en las adhesiones generando expectativas impulsoras o provocadoras a una expresión política más incidente (en tiempo y espacio) en el quehacer político nacional. Aparentemente, la experiencia boliviana con el “MAS” arribando al gobierno, daría razón y esperanzas a esta tesis así como algunos movimientistas. No obstante lo dicho suele pensarse que lo “social” y lo “político” sean acciones y preocupaciones divergentes. Desde nuestra perspectiva esto es una falacia. Muy por el contrario, lo uno y lo otro son parte de un mismo mundo, de un mismo sujeto. La dicotomía no hace otra cosa que engendrar una elite gobernante que concibe, decide y obliga. Dicho lo cual, separar la actividad social de la preocupación política, no hace otra cosa que estrechar la democracia, obligando a los movimientos sociales a tensionar este escenario con el fin de ensancharlo y así darle paso a uno de los factores sustantivos de una democracia real: la participación que viene a ser como la negación de la representación y/o delegación.
Volviendo la mirada hacia nuestra realidad, observamos que buena parte de “las izquierdas” nativas tienden a convertir posibilidades políticas en paradigmas indiscutibles. Hemos (muchos) experimentado la sensación de “toparnos de frente” con la solución (¿herramienta o fin?) a los problemas de la clase popular[11]. Hemos transitado desde la sacralidad partidista hasta el mesianismo “vanguardista” pasando (recientemente) por una suerte de chamanismo movimientista. Los optantes de una u otra alternativa defienden sus logros, con una dialéctica casi irrefutable, a partir del fracasos de los demás. Y así y todo, al parecer, es posible verificar éxitos y fiascos en uno u otro. Es decir, como toda obra humana, el quehacer político como un algo siempre perfectible.
En décadas recientes hemos visto significativas expresiones estudiantiles de perfil movimientistas que despertaron entusiasmo y temores. Han sido probablemente las más visibles por su masividad y ruido: el “mochilazo” (2001); la “revolución pingüina” (2006) y la “primavera del Chile joven” (2011). No obstante ellas no fueron todas, hubo otras y posiblemente más trascendentes, por obedecer a expresiones de “la” clase: las huelgas, marchas y tomas de los subcontratistas de CODELCO; la rebeldía de los pescadores artesanales por la Ley “Longueira”, expresada en “cortes” de rutas; la lucha sindical de trabajadores forestales; las tomas de inmuebles desocupados; etc. A lo anterior sumemos las huelgas “legales” del sector privado y las “ilegales” (pero legítimas) del sector público.
Varias de estas manifestaciones sociales, que podrían interpretarse como resistencia anti-neoliberal, tienen un piso común: se hicieron demandando al Estado en la solución de los problemas. Incluso algunos trabajadores dependientes del mundo privado (caso subcontratistas) lo interpelaron. Dicho de forma distinta, la gestación de la demanda estuvo en la base social, con discusión transversal, inconsulta a la poliarquía, pero dirigida al Estado. Esta situación no anula (desmejora) el concepto de autonomía; no debería analizarse (o juzgarse) con purismo conceptual, la sociedad en general se compone o verifica de matices, la sociedad popular los tiene aun más abundantes.
Por su parte, la historia nos muestra (ya lo dijimos) que los movimientos sociales refieren recurrentemente al Estado o a la institucionalidad. Pero ello no los convirtió en reaccionarios, o sistémico (sería un contrasentido). Por el contrario, terminaron como partícipes directos en los alzamientos revolucionarios.
No obstante, en esta lógica de referencia estatal (o sistémica) se encuentra un logro que no es menor: los éxitos (parciales) contribuyen a generar confianza en el movimiento; certidumbre de que es posible resolver dificultades desde “lo propio”. La gravitación socio-política actual de los movimientos sociales, especialmente el de los estudiantes universitarios, da cuenta de esta acumulación de fuerzas.
Dicho de forma distinta, no habría existido candidaturas “autónomas” ni “demócrata-revolucionarias” si la sociedad juvenil-estudiantil no hubiese hecho el gasto movilizador de los años “06” y “11”. Pero estos avances son estrechos, desiguales y a veces contradictorios con otros “mundos” juveniles. Así, por ejemplo, las disensiones intra-estudiantes son evidentes y riesgosas no solo entre los secundarios y universitarios, sino igualmente entre los primeros. Probablemente sería reflejo de la manida diversidad de los movimientos sociales que termina proyectándose como división y dispersión de las fuerzas sociales, declaradamente anti-neoliberal.
La situación de la juventud poblacional también es compleja, posiblemente sean ella la más despolitizada. A pesar de su historia en la lucha anti-dictatorial, el movimiento poblacional-juvenil no muestra una reactivación considerable. Indudablemente este segmento social es uno de los más golpeado por el modelo económico. Baste recordar los índices de cesantía para avalar nuestra afirmación. Dado este dato podría concluirse que el joven de población debiera ser cultivo de la irritación social, no obstante ello no ocurre. Las causas son múltiples y diversas; van desde la condición de extrema marginalidad a la que están sometidos, hasta los vicios sociales de los que son víctimas, amén de la estigmatización impuesta por el sistema. A la desocupación se suman la precariedad laboral y, especialmente, el alto número de jóvenes que están endeudados con casas comerciales y sistema financiero[12] y no precisamente en deudas por educación. Así, nos topamos de frente con jóvenes en condiciones de extrema alienación, que creen resolver sus problemas socio-culturales y económicos por el camino individual.
No obstante, existe en los sectores juveniles poblacionales, aunque menores, grupos y organizaciones sociales que dan cuenta, de una sugestiva politización basada en la auto-educación y auto-gestión productiva. No obstante, su tendencia a la autonomía, concluyen con sus peticiones y demandas dirigiéndose al Estado y al sistema político en general. Más aún, varios de los actuales candidatos reconocen origen vital y social en el ámbito de las poblaciones populares.
Vista esta realidad deberíamos entender que lo “social”, aunque enarbole banderas de autonomía, concluye expresándose en lo “político” y, como forma de avanzar en ello, no desdeña las coyunturas electorales. La historia pretérita (Recabarren) y la reciente (candidatos movimientistas) nos revelan este hecho.


La Florida, primavera del 2013



[1] Doctor en Historia y Magister en Educación
[2] No olvidemos la división a que fue llevada la Central de Trabajadores de Chile  a mediados del siglo XX por la disputa entre socialistas y comunistas.
[3] Gabriel Salazar conceptualiza este fenómeno como “emergencias” y “subsidencias” para referirse a aquellos momentos en que el “movimiento social popular” irrumpe “en el espacio público” o “desaparece” del escenario público. Ver en Capital Social y políticas públicas en Chile, volumen I. Serie Políticas Sociales, Nº 55. CEPAL-ECLAC. Año 2001.
[4] Cuando la ciudadanía construyó Estado. Gabriel Salazar Vergara. Publicado en La Nación Domingo, semana 13 al 19 de diciembre de 2009.
[5] Óp. Cit.
[6] Óp. Cit.
[7] Cuando la ciudadanía construyó Estado. Gabriel Salazar Vergara. Óp. Cit.
[8] La erosión de los mapas mentales. Obras Escogidas de Norbert Lechner, página 491. Editorial LOM, año 2006.
[9] Rigurosamente hablando el empoderamiento es una “delegación” de poder de arriba hacia abajo con el fin de hacer “sentir” al subordinado que es dueño de su trabajo (y de su destino) y para ello debe estar informado de sus derechos, deberes, de los procesos y de sus resultados. El profesor Castri define empowerment diciendo que “es dar y adquirir en forma continua y permanente el poder del conocimiento. No se trata de poder político o administrativo, sino de “conocimiento”, lo que es característico, intrínseco y propio de la sociedad en que ya vivimos, la sociedad de la información y del conocimiento…”La hora del Empowerment o el Poder del Conocimiento. Profesor Francesco di Castri. Ambiente-94. www.revista-ambiente.com.ar
[10] Poder en Movimiento, Sydney Tarrow.
[11] Usamos la idea de “clase popular”, más allá de sus especificidades internas, para referirnos a todos aquellos y aquellas que están desprovistos del poder económico sacralizado por el concepto de propiedad privada.
[12] Recientemente un directivo de INJUV declaró a TVN que existía un 37% de jóvenes endeudados en créditos de consumo.

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