Muerte y resurrección de la sociedad
Por: Antonio Alvarez-Solís
Desaparecen día a día las características que
definían al capitalismo burgués, que blasonaba de liberal. La concentración del
capital, con el argumento de lograr empresas más potentes y racionales, conduce
de modo inevitable a la privatización de la libertad y, por consecuencia, de la
democracia. Los límites para la práctica de la libertad y de la democracia
están siendo fijados por un número decreciente de actores políticos
subordinados a los actores económicos. El capitalismo burgués era otra cosa.
Consistía en el crecimiento del número de empresas y en la pluralidad de
centros financieros, con lo que se extendía o diseminaba el empleo, el consumo
y, lo que es más importante, el mercado intrasocial. El capitalismo burgués
tenía un credo fundamental: la libre competencia, que era la expresión de una
sociedad con un nutrido y creciente juego de protagonistas, lo que determinaba
una cierta distribución del ingreso social y, con él, del bienestar colectivo.
Entre otros benéficos logros, pese a su elevado precio humano, la libre
competencia creó una clase media que impulsó el consumo, favoreció la libertad
y fabricó una trama fundamental de sujetos económicos intermedios que
enriquecieron la dinámica intelectual y multiplicaron las expresiones laborales
y profesionales.
Con este panorama multieficiente ha acabado el
neocapitalismo, que basa su funcionamiento en la apropiación del Estado, agente
durante la época burguesa del suum quique tribuere y convertido ahora en
herramienta de los grandes poderes mediante legislaciones dirigistas y
procederes económicos sui generis. En el marco neocapitalista los beneficios de
la capa dirigente están predeterminados y preasignados, una realidad totalmente
contraria a la que se pregona desde los intervenidos medios de comunicación,
servida además por una enseñanza rígidamente orientada a destruir cualquier
alternativa de modelo de sociedad. Esta situación, que se presenta como una luz
brillante, actúa a modo de narcótico que inmoviliza durante largos periodos a
la opinión pública en una nube de certezas falsas de progreso. El resultado de
la vertiginosa reducción de factores sociales en proceso dialéctico nos coloca
ante la desaparición de la sociedad burguesa, con sus capas y su orden, y nos
introduce en un magma en cuyo seno se produce un movimiento bipolar entre la
sumisión deslumbrada de la masa informe y las reacciones violentas y
desarticuladas de esa masa cuando se ve acuciada por mil carencias esenciales.
En cualquier caso la violencia moral o física pasa a ser el lenguaje habitual.
La destrucción de la sociedad como múltiple
estructura orgánica, sustituida por una delgada capa de poder absoluto con una
conformación piramidal, constituye el suceso más visible que delata la
desaparición del mundo burgués. El neocapitalismo ha substituido la sociedad
mútiple y estructurada por una masa confusa, muy extensa y sustancialmente
inerte, en cuyo seno sus miembros van degradándose hasta desaparecer como
elementos portadores de energía. Esta masificación convierte la vieja sociedad
en una simple agrupación de células muertas.
Estamos, pues, ante una nueva sociedad muy reducida
de individuos productores y consumidores -la masa no cuenta pues solo supervive
marginalmente- que han de ajustar su vida a un ámbito moral y material cada vez
más contraído. Este hecho conlleva dos consecuencias: una constante pérdida de
diversidad, con el consiguiente recalentamiento por contracción, y una paralela
ruina en la invención de vida. Lo evidente es que con la conversión de la
sociedad universal en masa heteróclita desaparece la más constante fuente de
energía para el funcionamiento de la riqueza.
Al alcanzar este punto el aspecto del colectivo humano
es el de un volcán apagado al que rodea la ceniza estéril. Ante la desaparición
del primer motor, constituido por el consumo masivo, la sociedad activa se va
constriñendo a una capa dirigente en declive numérico que busca una nueva forma
de mercado en sí misma y que reduce a seis o siete campos el interés inversor,
tales como energías, salud, elementos naturales como el suelo y el agua,
telecomunicaciones, armas y transporte. En el fondo esta sociedad tan
excluyente entrega su confianza a una sola cosa negociable, el dinero. Al
llegar aquí se produce la dramática decisión de convertir en mercancía lo que
nunca pasará de ser un puro signo de valor para el intercambio de cosas reales.
El dinero es falsificado en su función y pasa a no valer nada ya que tras él no
queda prácticamente nada. Esto es lo que demuestra la inestabilidad cataclismal
de la Bolsa o el recurso a múltiples violencias para capturar elementos
dinerarios que satisfagan la mortal autofagia financiera que caracteriza, por
ejemplo, al sector bancario, sin más horizonte que seguir engullendo factores
de su misma especie que alimenten el círculo infernal de crear dinero para
adquirir más dinero en un circuito que pasa a convertirse en improductivo para
la sociedad. Ahora mismo España es el escenario en que dos grandes bancos, el
BBVA y Santander, siguen apropiándose de los bancos de su alrededor sin otro
propósito que hacer frente a un mecanismo de beneficios que tiene por destino
principal distribuir dividendos en una larga marcha hacia la autoconsunción.
Ese fenomenal banquete se paga de momento con miles de despidos cuyos afectados
eran hasta el presente miembros de una sociedad de consumo más o menos viva y
que pasan a integrarse en la gran masa inerte ¿Hasta dónde llegará este proceso
de antropofagia? Creo que no tiene ya futuro alguno. En este sentido de ver las
cosas se podría afirmar, sin riesgo de equivocación, que el capitalismo es
víctima de una globalización a la que el mundo le ha quedado pequeño. Morirá,
entre violencias múltiples, por una obvia carencia de economía real. Como un
Saturno voraz el neocapitalismo está acabando con sus propios hijos. En el
horizonte reaparece consecuentemente un socialismo al que, doctrinalmente
asentado en conceptos ya conocidos sobre la propiedad, hay que dotar de una
nueva y sólida libertad económica que se sustente en una robusta y justa
cimentación colectivista. Hablamos, pues, de una propiedad instrumental. Esto
nos coloca ante la exigencia de una profunda moral humanista.
Estamos, pues, en el trabajo de retornar la masa a
sociedad, lo que equivale a decir que la resurrección de los pueblos supone un
quehacer político y moral ante el que la técnica económica ha de quedar
subordinada. La afirmación, tan solemne como falsa, de que únicamente pueden
dirigir el proceso corrector los tecnócratas encierra una falacia
prevaricadora. Como decía el general De Gaulle «la intendencia ya seguirá».
Cuando se logra una economía humana -en este caso,
cuando se logre- la adecuada acción técnica surge por sí misma, necesariamente.
Y para que esa técnica conserve su capacidad social bastará un ejercicio
éticamente escrupuloso de la misma. El hombre solamente es lobo del hombre
cuando es defraudado o cuando se postula la vida como un triunfo constante.
Afirmar, por ejemplo, que la empresa privada es per se superior a la pública
encierra una corruptela intelectual generada por el segundo lobo con el fin
deshonesto de apoderarse de los bienes públicos, creados por el esfuerzo de la
ciudadanía común. Cuando los políticos gobiernan con la doctrina de la
preeminencia de lo privado no hacen más que proponer una sociedad de
colusiones. Esta clase de dirigentes incurren además en la elemental paradoja
de decir que trabajan para la nación cuando la nación ha desaparecido. Como
ahora.
--
Níkolas Stolpkin
Analista político
nacional e internacional - Political Analyst - Crítico de política y Cultura
Contemporánea - AUTODIDACTA
skype: stolpkin
http://twitter.com/stolpkin
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