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miércoles, 4 de octubre de 2017

MIGUEL ENRIQUEZ ESPINOSA: LAS CONCEPCIONES TEORICAS FUNDAMENTALES


LAS CONCEPCIONES TEORICAS FUNDAMENTALES DE MIGUEL ENRIQUEZ

(Miguel) Enríquez sigue después del golpe sosteniendo que la estrategia del MIR está dirigida a construir una fuerza social revolucionaria capaz de iniciar una guerra (popular), (…) construir el ejército revolucionario del pueblo, (…) conquistar el poder para los trabajadores e instaurar un gobierno revolucionario de obreros y campesinos que complete las tareas de la revolución proletaria

Aparecido en "Miguel Enríquez" -CEME–, en su publicación escrita Cuadernos "Miguelitos", Nro. 2. Noviembre de 1999. Permitida la reproducción total o parcial citando fuente, datos y contenidos originales. E mail: centro.estudios@miguel.enriquez.as, http://home.bip.net/ceme/

A 27 años de la muerte en combate de Miguel Enríquez, es conveniente ubicar en el contexto histórico su rol, como figura representativa de la dirección histórica del MIR chileno, en la actualización de la política revolucionaria del proletariado. Se trata de comprender que las concepciones de Enríquez y del MIR se establecen sobre una base teórica e histórica de más de un siglo de luchas del proletariado y de desarrollo del marxismo y que, por ende, son parte de ese desarrollo, se nutren de él y establecen aportes sustantivos.

    Estos aportes pueden sintetizarse en cinco puntos: una concepción del capitalismo dependiente chileno y latinoamericano, de la cual se desprende la postulación del carácter proletario de la revolución, carácter que exige que se plantee como problema central el problema del poder y, por tanto, una concepción estratégica de lucha por el poder proletario, lucha para la cual se requiere la construcción de un partido revolucionario del proletariado de carácter político-militar, capaz de ponerse a la cabeza de las luchas concretas de las masas en que se va formando la fuerza social revolucionaria.

Me interesa aquí referirme a los tres primeros puntos, en tanto dicen relación fundamental con la posición teórica de Enríquez, y dejar para alguna próxima ocasión el desarrollo de los dos últimos puntos, más ligados a la experiencia práctico concreta.

En todo caso, y para evitar malos entendidos, hay que establecer previamente que la construcción de una teoría de la revolución proletaria es siempre concreta: lo que Enríquez y el MIR elaboran, e impulsan prácticamente, es la teoría de la revolución proletaria para las condiciones de la crisis del bloque en el poder hegemonizado por la burguesía industrial dependiente. Si alguien considera necesario, o se siente convocado a, elaborar una teoría de la revolución proletaria para las condiciones históricas de hoy, debe partir de la premisa que lo que más le sirve del ejemplo de Enríquez es precisamente eso, su ejemplo (de rigor teórico y de consecuencia práctica).


1.- EL CAPITALISMO DEPENDIENTE

Mientras el reformismo planteaba que Chile era un país atrasado, incluso con "resabios semifeudales", Enríquez incorporó a sus propias concepciones teóricas la conceptualización marxista de la dependencia, entendida ésta como la situación propia de países formalmente independientes pero que ocupan un lugar subordinado en la reproducción del capital a escala mundial, necesario para contrarrestar la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.

Para ello, los países dependientes son especializados en la producción de mercancías que requieren comparativamente (con respecto al nivel dado de desarrollo de las fuerzas productivas) una menor composición orgánica del capital (bienes agropecuarios y mineros en primer término, pero también manufacturas menos intensivas en el uso de capital constante), transfiriendo, por la vía del intercambio desigual, la plusvalía así producida hacia los países centrales.

De este modo, nuestros países no sufren, como pretenden la burguesía y el reformismo, del atraso o de una situación precapitalista sino precisamente de los efectos de un desarrollo capitalista que acumula en los países dependientes la miseria como condición de la acumulación de riqueza en los países centrales. Uno de los teóricos de la dependencia, André Gunder Frank, al hablar del "desarrollo del subdesarrollo" resumió con precisión y buen sentido publicitario esta situación.

Consideradas las clases dominantes desde este punto de vista, resalta la unidad de intereses entre la dominación local y el imperialismo y la inexistencia de contradicciones sustantivas que pudieran dar pie a algún tipo de revolución nacional antimonopólica o antiimperialista.

No hay, en este punto de vista, algo así como formaciones nacionales con resabios feudales o revoluciones burguesas antifeudales y antioligárquicas por hacerse. A mediados de los años sesenta ya todos los países del autodenominado "mundo libre", y todas sus regiones incluso las más alejadas, habían sido incorporados al sistema capitalista mundial y formaban parte de la cadena de reproducción del capital. Las luchas nacionales y populares en el seno de las naciones independientes, aunque de gran importancia en la expansión de las libertades democráticas, no tenían ya posibilidad de convertirse en vehículos de una transformación revolucionaria de la sociedad, de enfrentar la miseria, el hambre, la desnutrición infantil, la carencia de viviendas y hospitales, los déficits educacionales, la superexplotación del trabajo.

Por otro lado, la función de la economía dependiente se logra en tanto somete a sus trabajadores a la superexplotación; esto es a la extracción de una mayor masa de plusvalía absoluta gracias a una mayor magnitud extensiva e intensiva de la jornada con respecto a las posibilidades que ofrece el desarrollo de las fuerzas productivas a escala mundial.

La superexplotación del trabajo implica miseria para las masas obreras, proletarización de las denominadas capas medias y constitución de diversos sectores semi y sub proletarios (los pobres del campo y la ciudad), es decir la conformación de una inmensa mayoría de la sociedad que produce plusvalía y cuyos intereses de clase son, por tanto, similares a los del proletariado.

Esta consideración va a ser vital cuando Enríquez y el MIR se planteen el problema de la reforma agraria. A mediados de los sesenta, al analizar la reforma agraria de la Democracia Cristiana Enríquez planteaba, en polémica con la posición reformista, que lo que correspondía no era considerar la reforma agraria como una reforma meramente burguesa y limitarse a apoyar el combate contra los terratenientes sino que había que considerar las posibilidades de movilización de masas y de socialización de la tierra que abrían las luchas campesinas, es decir, que había que levantar la consigna de una revolución agraria.

Cuando a fines de los setenta, incorporadas ya las nuevas conceptualizaciones de la teoría marxista de la dependencia, irrumpa con fuerzas el MIR en el movimiento campesino, su participación allí estará orientada por esta concepción de los pobres del campo (los semi proletarios y los subproletarios) como producto específico de la acumulación capitalista y, por ende, por la posibilidad de una reforma agraria orientada hacia la socialización de las relaciones de producción en el agro. No hay, pues, otro camino para salir del atraso que terminar con el capitalismo. Esa conclusión de la teoría de la dependencia calza a la perfección con la formación marxista previa de Enríquez, especialmente con la consideración, trostkista, del desarrollo capitalista como un desarrollo desigual y combinado.


2.- LA REVOLUCIÓN PROLETARIA

Si los países latinoamericanos no sufren por el atraso sino por el desarrollo capitalista, la postulación reformista de una revolución democrática y popular en alianza con sectores burgueses debe ser, entonces, desechada y denunciada.

Ya en la concepción original de Marx, formulada en momentos en que la burguesía tenía aún un papel revolucionario, la participación del proletariado en la revolución democrático burguesa tenía como único sentido el hacer esa revolución permanente, esto es producir una radicalización constante del proceso revolucionario. Luego de las experiencias revolucionarias de mediados del siglo XIX la burguesía, en todo el mundo, comprendió que el aliado popular le representaba un peligro mayor que la vieja oligarquía y privilegió las transformaciones políticas en alianza con las fuerzas del antiguo régimen.

Lenin y los bolcheviques partieron postulando una versión modernizada de la vieja concepción de la participación del proletariado en la revolución democrático burguesa, que consistía fundamentalmente en sostener que la revolución democrático burguesa rusa sería llevada adelante por un gobierno de obreros y campesinos (la dictadura democrático revolucionaria del proletariado y los campesinos).

Sin embargo, la experiencia de 1917 les mostró dos hechos fundamentales. Primero, que la revolución democrático burguesa estaba terminada con el solo hecho del paso del poder de una clase a otra y que por tanto el proletariado no podía participar en el gobierno revolucionario burgués sino luchar por alcanzar el poder para los obreros y los campesinos. Segundo, que las tareas de democratización propias de la democracia burguesa sólo se podían realizar efectivamente una vez establecido el poder proletario.

Estos descubrimientos políticos son más ricos que la fórmula trotskista de la revolución permanente, pero en tanto fueron ocultados por el estalinismo, lo que sobrevivió como herramienta teórica para los revolucionarios fue esencialmente la abstracción de Trotsky.

El estalinismo, y sus representantes locales, en la búsqueda desesperada de alianzas para hacer posible el socialismo en un solo país, levantaron la tesis de la revolución por etapas. Planteaban que en nuestros países, en tanto países atrasados y semicoloniales, lo que estaba a la orden del día era una revolución democrática, nacional, popular; una revolución que tenía como características el ser antiimperialista, antioligárquica, antimonopólica, antifeudal.

En tanto esta revolución democrática no se enfrentaría a los intereses de las burguesías locales (intereses que según el estalinismo eran contradictorios con los intereses del imperialismo y las oligarquías nativas), sería posible llevarla a cabo a través de una amplia alianza que incorporara a la burguesía nacional, a las capas medias intelectuales y funcionarias, a la pequeña burguesía propietaria, a la clase obrera y al campesinado. Los Frentes Populares (como en Francia, España y Chile) fueron el prototipo y paradigma de esta alianza de clases. En esta concepción etapista, las transformaciones económicas y sociales de la revolución democrática crearían las condiciones para en un futuro, de ubicación indefinida, fuera posible transitar hacia el poder del proletariado. Aquí la variedad de reformismo que es hegemónico en el movimiento comunista internacional a partir de la muerte de Stalin agrega de su propia cosecha la posibilidad, luego elevada al estatus de condición sine qua non, del tránsito pacífico, sin quiebres institucionales, al establecimiento del poder proletario o segunda etapa de la revolución.

La forma programática que esto asume es la de manejar dos programas separados, el programa máximo, el que se muestra en los días de fiesta, y el programa mínimo o programa de reivindicaciones inmediatas que es aquel por el que efectivamente se lucha.

En Chile la discusión con las concepciones estalinistas se planteó con fuerza desde los años 50, principalmente como enfrentamiento entre las concepciones del PC, su línea de Liberación Nacional, y las del PS, su concepción de Frente de Trabajadores. Aunque en esencia correctas, las posiciones del PS fueron rápidamente mediatizadas a comienzos de los 60 y este partido se terminó de allí en adelante subordinando a las concepciones del PC.

Esta subordinación del PS a la política del PC, especialmente en vísperas de la elección presidencial de 1964, determinó fuertes discusiones internas en la Juventud Socialista; allí se hicieron presente Enríquez y otros jóvenes que luego fueron expulsados del PS o se marginaron del mismo por propia iniciativa.

Cuando se forma el MIR, en 1965, la concepción que se levanta, influida en lo esencial por los viejos cuadros obreros e intelectuales de formación trotskista, es la de una revolución permanente; entendida como la postulación de que la única solución posible para las tareas democráticas y de liberación nacional de nuestros países americanos es una revolución que liquide el aparato estatal y represivo burgués y lo reemplace por una democracia directa proletaria basada en las milicias armadas de obreros y campesinos y dirigida por los órganos de poder de obreros y campesinos.

La experiencia del MIR en el momento de agudización de la lucha de clases que se vivió con el gobierno de la Unidad Popular, hizo más rica y concreta esta concepción de la revolución chilena.

La concepción programática de Enríquez y del MIR se enriqueció entre 1970 y 1973 en tres aspectos esenciales:

En primer lugar, el carácter radical y el contenido sorpresivamente "proletario" de las luchas reivindicativas de importantes sectores de capas medias y de los pobres del campo y la ciudad, muestra que ya no basta hablar de alianza obrero-campesina para caracterizar la fuerza motriz de la revolución chilena, sino que es necesario hablar de la alianza del proletariado (industrial, agrario, etc.) con los pobres del campo y la ciudad. Esta constatación empírica es la base de la aceptación de la teoría marxista de la dependencia, única herramienta teórica que permitía explicar lo que se constataba en la práctica;

En segundo término, la necesidad de una vinculación renovada de las luchas concretas con los objetivos programáticos. El MIR nace con un programa concebido como "programa de transición", es decir que plantea unificadamente y en un sistema coherente las reivindicaciones democráticas y socialistas. La concepción de "plataforma de lucha" que se implementa en los diversos frentes de masas a partir de 1972 constituye una forma de engarzar las reivindicaciones inmediatas –esas que surgen espontáneamente de las necesidades vividas de la gente- con las reivindicaciones y objetivos políticos más generales que no surgen espontáneamente y que sólo se convierten en objetivo para las masas como proposición del partido revolucionario. De esta forma, las luchas parciales, incluso por las más elementales reivindicaciones, son asumidas e integradas como parte del proceso global de lucha por el poder;

Finalmente, la experiencia de las luchas de clases, el carácter de clase de los sectores que integran la alianza revolucionaria y la relectura de los clásicos del marxismo, ponen de manifiesto que lo que define una revolución no es el contenido económico de sus tareas sino el carácter de clase del poder que las lleva a cabo. La denominación correcta, por tanto, es la de "revolución proletaria". Por ello Enríquez al hablar, a fines de 1973, del programa del MIR dice que es un programa de revolución proletaria que tiene tareas socialistas y democráticas, cuyo objetivo es la destrucción del estado burgués, del imperialismo y del conjunto de la gran burguesía nacional y que sólo puede ser realizado por la clase obrera aliada a las capas pobres de la ciudad y el campo y a las capas bajas de la pequeña burguesía.


3.- LA ESTRATEGIA REVOLUCIONARIA

Para los revolucionarios de mediados del siglo XIX la forma correcta de luchar por el socialismo era participar en las luchas revolucionarias de la burguesía con el objetivo de hacer permanente el proceso revolucionario.

Esa participación alcanzaba su punto más alto en las insurrecciones, principalmente urbanas, mediante las cuales se llevaba a cabo el derrocamiento del viejo poder.

La insurrección, una mezcla heterogénea de diversos procedimientos de lucha (huelgas, manifestaciones, combates de calle, etc.), que incorpora a sectores con también diversos niveles de conciencia, organización y capacidad de lucha, en tanto punto más alto del ascenso de las luchas populares, tenía efectos políticos disociadores sobre un ejército formado fundamentalmente por la conscripción obligatoria, esto es por obreros y campesinos que sólo transitoria y accidentalmente eran parte de la columna vertebral del estado.

De esta manera, si bien era casi nula la capacidad de las fuerzas insurrectas para derrotar en combate abierto al ejército, su presencia paralizaba y dividía a éste, proporcionando una fuerza militar ya formada a la insurrección.

Una vez que las burguesías comenzaron a temer más a su aliado popular que a su enemigo aristocrático se cerró el ciclo de estas revoluciones burguesas por abajo. Este proceso, además, fue paralelo a las transformaciones de la fuerza militar del estado que aumentaron su capacidad para derrotar al pueblo en los combates de calle.

El revisionismo de la Segunda Internacional, en lugar de extraer como consecuencia lógica la dificultad de impulsar procesos revolucionarios con aliados burgueses, concluyó, oportunistamente, que la nueva situación ponía a la lucha electoral como la herramienta fundamental de la lucha proletaria.

En las luchas teóricas del movimiento obrero de comienzos del siglo XX, aparecían, entonces, dos tácticas aparentemente antagónicas: la táctica electoral y la insurreccional. Sin embargo, las experiencias de Rusia y Alemania mostraban que aunque las elecciones no son sino un indicador del curso de la lucha de clases, era importante para el partido obrero la utilización de estos espacios de la lucha legal y parlamentaria.

Se comenzó, entonces, a utilizar la expresión "estrategia" para referirse al conjunto de tácticas (legales e ilegales, parlamentarias y de masas, pacíficas e insurrecionales) que el proletariado debía utilizar en el camino hacia el poder.

La revolución rusa, primera revolución proletaria en la historia de la humanidad, fue posible precisamente gracias a una insurrección de masas dirigida por los bolcheviques, quienes habían sabido utilizar adecuadamente los espacios legales y parlamentarios. Tanto en febrero como en octubre de 1917, el factor decisivo del triunfo de la insurrección no fue la capacidad de combate abierto de los sectores populares sino el paso a su lado de partes sustantivas de la tropa y la suboficialidad.

Ello ocurría en las postrimerías de una guerra mundial que en el plano de las operaciones militares se había caracterizado por el inmovilismo de la guerra de trincheras, inmovilismo que no tenía su origen en razones técnicas sino sobre todo en la desconfianza de los mandos hacia la conducta independiente de sus propias tropas. En el curso de esa guerra avanzó sobremanera la profesionalización de los ejércitos beligerantes. Después de terminada la guerra mundial la burguesía en todos los países capitalistas asume la tarea de la formación de ejércitos profesionales, con soldados dispuestos a ir a combatir a cualquier parte del mundo sin preguntar por qué.

Por lo mismo, aunque en la oleada de la revuelta popular europea que se produjo al término de la guerra hubo la posibilidad, que no plasmó, del establecimiento de otros gobiernos obreros, después del triunfo de la revolución rusa la insurrección no proporcionó nuevos triunfos para el proletariado.

En los años 20, en Estonia, en Bulgaria, en Alemania, en Indonesia y en China (incluso en Brasil en los años 30, y hasta en Chile, con los hechos de Copiapó) los partidos comunistas impulsaron insurrecciones que terminaron en el fracaso. Si nos remitimos a los análisis de la época encontramos que las causas del fracaso se achacan a circunstancias técnicas, a correlación de fuerzas, a no haber elegido adecuadamente el momento; sin embargo, todos los relatos contienen el hecho esencial, no considerado como determinante, que no se logró fracturar al ejército.

A partir de los años treinta el estalinismo hará un nuevo giro en su política de alianzas, promoviendo la alianza con sectores burgueses presuntamente progresistas, los Frentes Populares. La táctica aquí vuelve a ser la denostada táctica de la socialdemocracia: la lucha electoral y parlamentaria. En Chile, el estalinismo participó en los gobiernos frente-populistas durante alrededor de diez años, hasta que sus aliados radicales lo pusieron fuera de la ley. Aunque para el sentido común pudiera parecer que la participación de los partidos obreros –incluso reformistas- en gobiernos burgueses es una oportunidad para dar carácter progresista a esos gobiernos y ayudar a resolver los problemas inmediatos más urgentes de la clase obrera y el pueblo, lo que ocurre en esos casos es que el gobierno "progresista" expresa una alianza de clase que excluye a sectores importantes del pueblo y, por tanto, en lugar de unir a los trabajadores incrementa sus grados de división. Así ocurrió, por ejemplo, con los gobiernos del Frente Popular en Chile, cuando la alianza entre la burguesía industrial, las capas medias funcionarias y el proletariado de la minería y la industria excluyó al campesinado e impidió la sindicalización campesina.

Luego, en los años cincuenta, los partidos comunistas levantarán para América latina con exclusividad la táctica de la lucha electoral en la búsqueda de la alianza con sectores burgueses. De este modo, a la política de coexistencia pacífica entre bloques, propugnada en el plano internacional por la Unión Soviética, sumarán la vía pacífica al socialismo.

Sin embargo, en otras latitudes, los movimientos de liberación nacional y las luchas revolucionarias habían logrado nuevos éxitos en la medida que habían desarrollado unos procesos de lucha en los que desde un comienzo (muchas veces presionados por la represión) habían combinado los procedimientos clásicos de la lucha de masas con las acciones armadas. Así en China, luego de las derrotas en las insurrecciones de Cantón y Shangai, el partido comunista debió replegar sus fuerzas y desarrollar una guerra prolongada en cuyo curso se fue formando una capacidad militar del pueblo de tal magnitud que fue decisiva para enfrentar la invasión japonesa y luego asumir el poder. Algo similar ocurre en Vietnam donde en los cincuenta es derrotado el colonialismo por una fuerza social cuya capacidad militar se había forjado en décadas de lucha.

En estos casos, como en los procesos de descolonización del África que se viven durante las dos décadas siguientes al término de la segunda guerra mundial, el triunfo de las revoluciones (de liberación o socialistas) no es el producto de un quiebre del ejército adversario y del fortalecimiento repentino de la capacidad de decisión militar de las fuerzas populares, sino que es el fruto de un largo proceso de construcción de la capacidad militar y la fuerza armada propia del pueblo.

Como en estos casos se enfrenta una fuerza débil, pero que espera fortalecerse en el futuro, con un enemigo poderoso, el enfrentamiento asume durante la mayor parte de su desarrollo el carácter de una defensiva estratégica y, por ende, la forma fundamental (no exclusiva) de lucha armada es en un comienzo la de la guerra de guerrillas. En ese proceso, en la medida que se van liberando zonas sociales y geográficas en las que el enemigo no es capaz de penetrar, se conforma, como parte del surgimiento de un nuevo poder, una fuerza armada con crecientes características de ejército regular.

En la generalidad de los casos, el momento decisivo de la lucha por el poder se resuelve con un levantamiento generalizado del pueblo, pero ahora la insurrección se apoya no en una fracción desgajada del ejército burgués sino en sus propias fuerzas armadas revolucionarias. Esta forma de enfrentar el problema del poder tuvo en América latina un gran auge después del triunfo de la revolución cubana, aunque no es ese triunfo lo único que influye. En las discusiones y conceptualizaciones de los revolucionarios chilenos de los sesenta hay tres fenómenos que tienen una gran influencia: la revolución cubana como ejemplo de que era posible en nuestro continente llevar adelante una revolución proletaria, la revolución argelina como ejemplo de una lucha de liberación victoriosa contra un enemigo infinitamente más poderoso, la disputa chino-soviética que ponía de relieve el ejemplo de lucha de la revolución china como un proceso más complejo en el que aparecía más nítida la construcción de la fuerza militar de la revolución proletaria.

Es cierto que parte de la nueva izquierda revolucionaria chilena y latinoamericana no vio de todo esto mucho más que una caricatura guerrillerista y foquista de la revolución cubana. Los escritos de Regis Debray (impulsados por la debilidad teórica de los revolucionarios cubanos, ya en franco proceso de derrota a manos del reformismo) ayudaron poderosamente a incentivar esta concepción foquista que, en lugar de discutir los objetivos programáticos y las concepciones políticas de la izquierda tradicional, consideraba suficiente impulsar un foco guerrillero, creyendo que en la medida que la guerrilla se consolidara, el reformismo se iba a transustanciar en un apoyo para la lucha revolucionaria. Así, en Perú, en Bolivia y en otros países del continente se formaron pequeñas organizaciones que emprendieron rápidamente la senda del monte si darse el trabajo previo de desarrollarse en el seno de las masas.

En Chile, la discusión de Enríquez con las tentaciones foquistas fue constante. Incluso dentro del propio MIR no faltaban quienes consideraban que el defecto fundamental de la izquierda tradicional era tan sólo la falta de decisión en asumir la lucha armada y que, por tanto, subvaloraban las diferencias programáticas y estratégicas. Más de un grupo se fue del MIR en los sesenta porque consideraba que Enríquez y la dirección postergaban innecesariamente el inicio de la lucha armada.

En otros países, sin embargo, surgieron organizaciones que, ya sea como producto de una reflexión previa, ya sea gracias a una notable capacidad de asimilar las experiencias de los primeros golpes represivos, intentaron establecer formas de lucha armada en el seno de la propia lucha de masas, asumiendo principalmente, por tanto, el carácter de acciones urbanas o semiurbanas. El conocimiento histórico y la experiencia contemporánea nutrió la concepción estratégica de Enríquez de manera tal que en 1965 presenta al Congreso Constituyente del MIR algo que era una absoluta novedad para un congreso de una organización política: una tesis político militar que explicitaba las concepciones estratégicas de la nueva organización y que se denominaba "La conquista del poder por la vía insurreccional".

En síntesis, luego de discutir la tesis reformista de que Chile era un país tan excepcional en América latina que aquí, a diferencia del resto del continente, no se podía hacer lucha armada, Enríquez planteaba la necesidad de la violencia para la conquista del poder por el proletariado y mostraba los dos modelos históricos de esa lucha armada: el modelo insurreccional y el de la guerra prolongada.

Sobre la base de ese análisis Enríquez caracterizaba la lucha revolucionaria en Chile como una guerra revolucionaria de carácter prolongado, que se desarrollaría como parte del proceso de construcción de una capacidad de lucha del proletariado y el pueblo en los diversos ámbitos de la lucha de clases, y que culminaría con una insurrección de todo el pueblo en la cual el ejército revolucionario tendría un papel central.

Esta concepción básica se sostiene y desarrolla durante los siguientes nueve años de acción política de Enríquez. En ese desarrollo fueron surgiendo conceptos más precisos, como el de fuerza social revolucionaria, para caracterizar el agente y producto de la lucha revolucionaria; se fueron precisando las características concretas de diversas formas de acción armada de masas; se fue valorando de manera más precisa la utilización revolucionaria de los momentos de expansión de las libertades democráticas para avanzar a pasos agigantados en la construcción de la fuerza social revolucionaria; se precisó, y desarrolló, el rol del trabajo político revolucionario en el seno de las fuerzas armadas burguesas; etc.

Más allá de estos desarrollos, cuya explicación requeriría introducirse en una discusión detallada, es importante precisar que la experiencia de la agudización de la lucha de clases durante el gobierno de Allende, permitió a Enríquez y la dirección del MIR recuperar y aplicar herramientas de análisis político vitales para una correcta apreciación del momento estratégico y de las tareas de la táctica.

En los análisis e informes que Enríquez y la dirección del MIR hacen en 1971 y 1972, en lugar de recurrir a las etiquetas y a las identificaciones políticas obvias de los protagonistas principales, se cobra conciencia de que esos protagonistas expresan fuerzas sociales cuya caracterización se va logrando en forma paulatina en la medida que se expresan en el terreno de la lucha de clases. Por ello se construye una metodología de análisis de esas expresiones de la lucha de clases que permita reconstruir sin distorsiones el proceso efectivo de las luchas sociales.

Dicho en términos sencillos. Una visión marxista simplista partiría por reconocer la existencia de diversas clases sociales y, sobre esa "base", de fuerzas políticas que representan a esas clases. A lo más se podría considerar que algunas de esas fuerzas políticas expresan un cierto abanico policlasista, pero siempre representan fundamentalmente una de esas clases o sectores de clase mientras que los otros sectores representados son aliados, generalmente en posición subordinada. La oleada estructuralista –esencialmente reaccionaria y antidialéctica- del marxismo europeo de los sesenta fortaleció esos análisis dándoles una apariencia cientificista.

Pero cuando Enríquez y la dirección del MIR tratan de entender lo que está ocurriendo entre 1970 y 1973, advierten que en la lucha de clases real los enfrentamientos sociales y políticos tienen una complejidad que escapa a los estrechos límites de los análisis estructuralistas. Lo que hay en presencia son fuerzas sociales vivas que se expresan en los diversos campos de la lucha de clases (económico, político, ideológico) y que recubren, todas, a una diversidad de sectores de clase.

Dicho de otro modo, la sociedad no está de buenas a primeras fragmentada entre los de arriba y los de abajo. Por ejemplo, la candidatura de Alessandri en 1970 expresaba a algunos sectores populares del mismo modo que la candidatura de Allende expresaba a algunos sectores burgueses. Es tarea precisamente de los revolucionarios el conducir la lucha de clases del proletariado y el pueblo de modo que la polarización social adquiera el carácter de una polarización clasista, que las luchas sociales y políticas aparezcan como una lucha de clases plenamente desarrollada.

En los periodos de desarrollo lento de la historia, en que las fuerzas sociales evolucionan pausadamente, es posible caracterizarlas a partir de sus expresiones políticas. Por ejemplo, todavía a fines de los sesenta era posible entender las luchas políticas a partir de los enfrentamientos entre tres bandos: la derecha, la democracia cristiana y la unidad popular. Pero cuando la lucha de clases se agudiza, clases y representaciones son atravesadas por transformaciones tales que las etiquetas establecidas ya dicen poco y surgen procesos sociales que parecen carecer de explicación.

Por ejemplo, si se supone que los enfrentamientos políticos entre la UP y sus adversarios expresan los enfrentamientos entre el pueblo y las clases dominantes, entonces hay poco espacio para comprender los enfrentamientos entre la UP y el movimiento campesino (reprimido ya desde febrero de 1971), o la conducta reaccionaria y pro golpista de los obreros del cobre (teóricamente favorecidos con la única medida transformadora de la UP que ha sobrevivido por más de 30 años: la nacionalización del cobre), u otros fenómenos del mismo tipo.

De allí que los análisis políticos realizados por Enríquez y la dirección del MIR sean enormemente cuidadosos en la caracterización de las fuerzas sociales que se enfrentan, y que incluso busquen muy conscientemente denominarlas de la manera más teórica posible (el jarpismo, el freísmo, el allendismo) de manera de no inducir con la designación a errores respecto a su real carácter.

Ese mismo análisis, al caracterizar acertadamente las posiciones de las fuerzas sociales en presencia y al detectar el surgimiento del núcleo de una fuerza social revolucionaria, recupera la conceptualización leninista de la periodización histórica (los periodos de desarrollo rápido y los periodos de desarrollo lento de la lucha de clases) y al aplicarla a la evolución de la situación nacional la caracteriza como una situación prerrevolucionaria, deduciendo de ello las tareas tácticas apropiadas.

El hilo conductor de estas tareas en la situación prerrevolucionaria es, naturalmente, la estrategia. Se concibe el desenlace de la situación prerrevolucionaria como un enfrentamiento, promovido por la reacción, en el cual es prácticamente imposible que el pueblo pueda salir victorioso; por lo mismo el enfrentamiento debe ser conducido de manera tal de asegurar que pese a la derrota se puede continuar la lucha bajo la forma de una guerra revolucionaria prolongada.

Se tenía esperanzas que los altos grados de conciencia y organización logrados por el pueblo chileno durante el gobierno de Allende iban a permitir una resistencia masiva al golpe de estado, con formas semi-insurrecionales de lucha (desde 1971 se desarrolla, por ejemplo, el concepto de "masa armada") y que ello podría hacer posible la subsistencia de áreas o localidades como zonas liberadas bajo el poder popular. Si el nivel alcanzado de desarrollo de la fuerza social revolucionaria hacía posible este desenlace, el enfrentamiento al golpe se continuaría de inmediato como guerra revolucionaria.

Sabemos que ello no fue así, que el golpe de Estado se produjo cuando ya se había iniciado el reflujo y la resistencia al mismo no tuvo el carácter previsto. Aunque esto ponía las cosas en plazos más largos, Enríquez no cae en la tentación foquista o militarista, sino que sigue considerando que el inicio de la guerra revolucionaria sólo es posible cuando las luchas sociales han generado la emergencia de una, aunque sea incipiente, fuerza social revolucionaria que se expresa en los diversos terrenos de la lucha de clases y, como consecuencia de esa expresión, no como consecuencia de un mero ejercicio de la voluntad de los revolucionarios, también en el plano de la lucha militar.

Ello no excluye que la preservación de las condiciones de construcción de la fuerza social revolucionaria (sea en condiciones de democracia o de dictadura) implique tanto la defensa armada de los cuadros revolucionarios cuanto la defensa armada de las acciones de propaganda y agitación, pero se trata en ello de acciones armadas que no tienen objetivos militares.

Por eso, Enríquez sigue después del golpe sosteniendo que la estrategia del MIR está dirigida a construir una fuerza social revolucionaria capaz de iniciar una guerra revolucionaria y, a partir de esta guerra, construir el ejército revolucionario del pueblo capaz de derrocar a la dictadura militar, conquistar el poder para los trabajadores e instaurar un gobierno revolucionario de obreros y campesinos que complete las tareas de la revolución proletaria. Para el logro de ese objetivo la mantención y preservación en Chile de los cuadros revolucionarios era una herramienta esencial.


En el curso del año 1974, en la medida que el cerco dictatorial hacía más difícil la relación del MIR con las masas, Enríquez considera necesario preparar las condiciones para el desarrollo de la propaganda armada, pero poniendo énfasis en que ello ni implicaba el inicio de la guerra revolucionaria. De esta manera, incluso en los momentos de derrota, sigue sosteniendo la conceptualización estratégica de una guerra revolucionaria que no es el fruto de la acción de un partido sino una forma más de expresión de una fuerza social revolucionaria.



¡ADELANTE CON TODA LA FUERZA!
¡ADELANTE CON TODAS LAS FUERZAS DE LA HISTORIA!


Colectivo Acción Directa CAD –CHILE
Octubre 4 de 2017

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